Todos los apasionados de los barcos somos capaces de visualizar rápidamente el navío de línea: un mastodonte de madera con cañones de hierro y propulsado por velas. Lo mismo ocurre con el acorazado, otro rey de los mares, en esta ocasión construido con gruesas planchas de metal, propulsado por máquinas y armado con torres de grandes cañones. La pregunta que me llevó a escribir esta serie de tres artículos es: y entre medias ¿qué?
Trafalgar se puede considerar la última gran batalla entre navíos de línea, mientras Jutlandia es el paradigma del enfrentamiento entre acorazados. 111 años las separan.
¿Qué ocurrió en el siglo XIX? ¿Cómo pasamos de la madera al acero; de la vela a la turbina; de las baterías a las torres? Eso es lo que voy a intentar explicar y, como siempre, enfrentando el problema desde una perspectiva práctica: no voy a detenerme en los desarrollos metalúrgicos que permitieron los avances artilleros, sino en cómo los nuevos cañones cambiaron la forma de hacer la guerra (y los barcos). No nos pararemos mucho en el funcionamiento de la máquina de vapor, sino en cómo la independencia del viento cambió la forma de emplear los barcos en combate.
Para comprender estos cambios, retrocederemos hasta el origen del navío de línea y llegaremos hasta el ocaso del acorazado. Varios siglos de táctica naval reflejada en los grandes barcos de guerra que señoreaban los mares. No me ha quedado más remedio que dividirlo en tres partes. En esta primera, veremos el navío de línea, para tener claro de dónde partimos. En el siguiente artículo nos centraremos en el siglo XIX y las grandes evoluciones (¡revoluciones, más bien!) que hicieron desaparecer al barco dominante y, con el tiempo, dieron paso a un nuevo señor de las olas. En la tercera y última entrega hablaremos del acorazado: su concepción, plenitud y ocaso.
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De tal astilla, tal palo
«Un pueblo que no conoce su historia no puede comprender el presente ni construir el porvenir»
— Helmut Kohl —
El navío de línea fue el buque de guerra principal desde, aproximadamente, mediados del siglo XVII hasta su sustitución por la fragata acorazada en la segunda mitad del siglo XIX. Casi doscientos años de dominio podrían hacer pensar que sufrió grandes evoluciones, pero los navíos que combatieron en Trafalgar no tenían, a grandes rasgos, diferencias sustanciales con los barcos del siglo XVII. Sus características definitorias eran la construcción en madera, los cañones de avancarga, los disparos sólidos, las baterías situadas en los traveses (laterales longitudinales) y la propulsión a vela que implicaba una total dependencia del viento. Obviamente, tuvo una natural evolución y desarrollo que lo convirtió en «el instrumento técnico más complejo y sofisticado que se había conocido hasta entonces» (García-Torralba, 2016, p. 14), pero fue, precisamente, la alteración de estas características la que llevó a su desaparición en favor de otro tipo de barcos.
El predecesor del navío de línea fue el galeón, uno de los dos barcos de guerra que conformaban las flotas en los siglos anteriores. En mares interiores como el Mediterráneo y aguas costeras, la galera fue el arma naval por excelencia. Protagonistas de Lepanto y con escasas diferencias con los barcos que se venían usando en el Mediterráneo desde Salamina (480 a.C.), las galeras se propulsaban en combate mediante remos, aunque contaban con una vela para grandes desplazamientos. Su uso en batalla era relativamente sencillo: se trataba de trasladar el combate terrestre a la superficie del mar. Las galeras combatían en melés, con el objeto de usar sus hombres de guerra para abordar la otra y capturarla. En ellas destacó la primera infantería de marina del mundo: la española. Su otra arma principal era el espolón, usado para embestir al enemigo, provocándole una mortal vía de agua bajo la línea de flotación o llegando, incluso, a partirlo en dos. Pero las tácticas navales se desarrollaron para proteger a los barcos de estas embestidas y las batallas se solían decidir por el combate cuerpo a cuerpo.
La galera era un barco afilado y de poco calado, lo que facilitaba su maniobrabilidad en combate y le permitía dar grandes velocidades, pero lo hacía muy poco apropiado para desempeñar sus funciones con mala mar. Por eso, las potencias que contaban con intereses en los grandes océanos, desarrollaron el galeón. España fue, por su situación geográfica, de los pocos países del mundo que dominó ambos barcos, ya que necesitaba galeras para ejercer el dominio en el Mediterráneo, pero también galeones para controlar el Atlántico que, con el descubrimiento de América, se convirtió en la carretera por la que se abastecía la hacienda castellana. Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, personifica esta dualidad: héroe de Lepanto y conquistador de Terceira, entre otras muchas victorias.
El galeón era un barco de madera sin remos, que dependía por completo de su velamen y arboladura para desplazarse. Con una proporción eslora-manga mucho más reducida —es decir, más redondeados—, tenían una gran capacidad de carga y aguantaban marineramente los embates de la mar. En tan solo treinta o cuarenta metros de eslora por diez de manga, el galeón solía tener tres palos, con velas cuadras en mayor y trinquete y latina en el mesana. Nacieron con un desplazamiento de unas 500 toneladas, pero llegaron a alcanzar las 1000. Estas naves, armadas con cañones de distintos tamaños, cambiaron la forma de guerrear en el mar, permitiendo el combate a distancia.
El navío de línea surge como la evolución natural del galeón. El cambio no se da de forma repentina, sino que es el resultado de un largo proceso de mejora del buque anterior. Hay cierto acuerdo en que el momento clave fue la batalla de Portland en 1653, en la que una fuerza inglesa estuvo a punto de ser destruida al ser enfrentada por separado. La consecuencia directa fue la estricta orden de mantener una cerrada línea en combate, de tal forma, que cada barco seguía muy de cerca a su predecesor, impidiendo que el enemigo los separase y protegiendo la parte más vulnerable: la proa y la popa. Además de ser estructuralmente más débiles, la proa y la popa no podían montar más que pequeñas piezas de artillería para las cazas (persecuciones), por lo que tener al enemigo en esa posición podía resultar mortal.
Esta doctrina implicaba que los combates se desarrollarían entre dos columnas enfrentadas, por lo que los barcos debían ser más resistentes y tener mayor capacidad destructiva en los costados. Junto con la búsqueda de una mayor velocidad, esto supuso el alargamiento de los buques, de tal forma que pudieran contar con un mayor número de portas para artillería en cada costado sin que la estructura del barco sufriera. Había nacido el navío de línea.
Madera y velas
«La obra maestra es un hijo que no se bautiza hasta después de la muerte del padre»
— Adrien Decourcelle —
El navío de línea era un barco construido en madera. Solía tener una eslora de entre cincuenta y sesenta metros, con una manga de alrededor de 14 metros, lo que hacía una relación eslora-manga de alrededor de 3,5. Inicialmente, como herederos de los galeones, fueron más redondeados y, con el tiempo, se fueron «afragatando», es decir, afilando para ganar velocidad, maniobrabilidad y una mayor capacidad artillera. El límite del alargamiento lo fijaba la resistencia estructural de las maderas. Los barcos, al navegar, se ven afectados por dos fenómenos conocidos como arrufo y quebranto. El arrufo se da cuando la parte central se encuentra en el seno de una ola, con la parte delantera y la trasera en sendas crestas, de tal forma que, longitudinalmente, la parte central del barco se ve suspendida, tendiendo a deformarse o quebrarse hacia abajo. El quebranto es el fenómeno contrario, con el centro del barco en la cresta de una ola y la proa y la popa en respectivos senos. Estas limitaciones persistieron mientras se siguió utilizando madera para construir los buques; la aparición del metal en la construcción naval permitió la aparición de barcos más alargados, como veremos en los siguientes artículos.
Se utilizaron distintas maderas para construir los navíos. El roble era muy pesado, pero resistía bien al agua, con el inconveniente de que se secaba al sol. La madera de cedro, habitual en América y que se usó mucho en el astillero español de La Habana, era mucho más ligera y, junto con el pino, tenía la ventaja de que no se astillaba; este último punto suponía una gran ventaja, pues un porcentaje importante de las bajas en combate se producían de manera indirecta, por las astillas que provocaban los disparos enemigos y herían a los marineros. A finales del siglo XVIII, en España, se propuso construir los navíos íntegramente en cedro, aunque esto rara vez se llegó a cumplir, entre otras cosas, porque en Europa no había acceso a esta madera. En su lugar, se construía en roble la parte sumergida del barco (obra viva) y los grandes elementos estructurales mientras para el resto del barco se usaba, principalmente, el pino.
Hacía falta tanta madera para un solo navío de línea que la Península Ibérica se vio esquilmada de bosques, sobre todo, en las zonas cercanas a los astilleros. También es impresionante que las conocidas como «carenas en firme», es decir, las grandes obras por las que pasaban los navíos en dique seco, requerían un 75% de la madera necesaria para construir un barco nuevo. Esta realidad llevó, ya en el siglo XIX, a que se decidieran construir barcos nuevos en lugar de mantener los existentes.
Uno de los principales causantes de la necesidad de sustituir las maderas era la broma (qué cachonda… ), un molusco marino que se comía la madera. Para evitar que la parte sumergida de los barcos sufriera se adoptaron medidas que fueron variando con el tiempo. El forrado de los cascos en plomo evitaba que los moluscos accedieran a la madera, pero tenía la consecuencia negativa de reaccionar químicamente con las clavazones de hierro, debilitando la construcción igualmente. En otras épocas se utilizó madera de sacrificio, superpuesta sobre las planchas que conformaban el cuerpo del barco para poder sustituirla con mayor facilidad. Finalmente, el método definitivo fue el forrado en cobre. La marina británica fue la primera en implantarlo a mediados del siglo XVIII y para el año 1781 todos sus barcos estaban forrados en cobre. España comenzó a usar cobre para los forros en 1779. La desventaja de velocidad y la mayor necesidad de mantenimiento jugaron en nuestra contra durante años.
La escasez de maderas, cada vez más acuciante, fue una de las razones por la que los barcos se fueron aligerando. Además, como veremos, la forma de combatir fue cambiando y los navíos de línea se fueron haciendo más veloces y maniobrables, pasando de ser grandes castillos flotantes a ejecutar una guerra de maniobra en la que no ganaba el más poderoso y resistente sino el más hábil y rápido. Aunque podría parecer que la escasez de madera fue una de las causas que llevó a la construcción de barcos de metal, veremos que hubo razones de mayor peso.
Los navíos de línea estaban construidos alrededor de sus baterías de cañones, su razón de ser. Cada batería estaba situada en un puente o cubierta, es decir, cada uno de los pisos del barco. La mayoría de los navíos de línea fueron de dos puentes, aunque en los últimos años de su existencia hubo una tendencia a construirlos de tres. Además de las baterías cerradas (con una cubierta encima), las cubiertas superiores (a la intemperie), situadas en distintos niveles, también contaban con artillería. Las baterías ocupaban prácticamente todo lo largo y ancho de sus respectivas cubiertas; el navío de línea era una compleja máquina de combate y apenas había sitio para comodidades.
Empezando por la parte más profunda, siempre debajo de la línea de flotación, se encontraba la bodega, que además de la carga incluía el peligroso pañol de pólvora o santabárbara. Por debajo de esta cubierta solo encontramos la sentina y el lastre, que podía ser de plomo o de hierro.
Por encima de la bodega se encontraba el sollado, también por debajo de la línea de flotación y que albergaba distintos pañoles, es decir, almacenes: de velas, jarcia, herrero, armero o farolero. En combate, era una cubierta intermedia por la que tenía que transcurrir la pólvora hasta llegar a su lugar de empleo.
Continuando hacia arriba encontramos la primera batería o batería baja que, como es lógico, se encontraba ya por encima de la línea de flotación. Precisamente, la «batería», que es como se conocía a la distancia desde el agua a las portas más bajas, fue uno de los puntos que más preocupó a los diseñadores, pues si quedaban demasiado bajas, la escora del barco y las olas podían obligar a cerrar todas las portas por miedo a que el barco se inundara. Así, se perdía la principal capacidad artillera, ya que en esta batería se llevaban los cañones de mayor tamaño. Como veremos en el apartado del armamento, las enormes piezas artilleras requerían hasta una quincena de personas para ser disparadas, lo que suponía que en esta cubierta, de tan solo unos cincuenta metros de largo, se agolparan hasta trescientos hombres en combate. Aquí se alojaban, también, las bombas de achique, accionadas, por supuesto, manualmente.
Por encima de la batería baja se encontraba la segunda batería, que en los navíos de tres puentes era la media y en los de dos la alta. Con una distribución parecida a la anterior, los cañones solían ser algo menos pesados y necesitaban algo menos de gente.
En el caso de los navíos de tres puentes todavía encontramos una tercera batería por encima de las dos anteriores, sin diferencias significativas.
Por encima de la batería alta se encontraban el castillo, en la zona proel, y el alcázar, más cerca de la popa, pero antes de la toldilla. Esta cubierta también podía albergar algunas piezas artilleras, generalmente de pequeño calibre, y era donde se situaban los mandos de los barcos: el comandante en el alcázar y su segundo en el castillo. También estaba aquí la marinería encargada del manejo del aparejo y velamen.
En la toldilla, situada por encima del nivel anterior y en la popa del barco, se custodiaba la bandera y de ella salía el palo de mesana, el popel de los tres. También podía haber artillería de pequeño calibre o los obuses que describiremos más abajo.
Más allá de lo ya descrito, cabe señalar la cámara del comandante, que se situaba a popa, a la altura del alcázar y debajo de la toldilla. Bajo esta estaba la cámara de oficiales y, a su alrededor, los alojamientos de los mismos. Otros oficiales más modernos vivían una cubierta por debajo, mientras que la marinería colgaba sus coys (hamacas) en las baterías de cañones, donde también comían. El fogón de la cocina se encontraba en la proa y era fuente habitual de peligrosos incendios.
Ahora que conocemos el casco del barco y su distribución, conviene echar un vistazo a su aparejo y velamen, que tenía una importancia fundamental por ser la única forma de propulsión de los barcos y, también, una parte importante de su sistema de gobierno; no solo con el timón se cambiaba de rumbo. Esto se debe a que las velas situadas a proa del centro de rotación del barco ejercían un efecto de palanca que alejaba a este de la dirección del viento, mientras que las velas situadas a popa tenían el efecto contrario, tendiendo a acercar la proa a la dirección del viento. Los navíos de línea tenían tres palos, de proa a popa: trinquete, mayor y mesana (hay un dibujito más abajo). Sin embargo, en puridad, contaban con un cuarto, el bauprés, que salía hacia delante con cierta inclinación.
El palo mayor era el que soportaba una mayor superficie vélica, situado ligeramente a popa del centro de giro. El trinquete, el siguiente en tamaño, se situaba a proa, en el extremo de la quilla o, incluso, más adelante. La separación del mayor se debía a que las velas de este podían sotaventar, es decir, tapar el viento, a las del trinquete. Además, la distancia al centro de rotación aumentaba, por el principio de la palanca, el efecto de sus velas sobre el giro. El mesana, situado a popa, era el menor de los tres palos verticales, pero seguía teniendo un papel fundamental en el gobierno del barco por lo que hemos dicho antes de la palanca. Cada uno de estos palos estaba compuesto por el macho, es decir, el palo que nacía en las profundidades del barco y atravesaba las cubiertas para alzarse hacia arriba; los masteleros, otro mástil más fino que, hecho firme a la parte superior de aquel, lo superaba en altura; y un tercer mástil más pequeño o mastelerillo, denominados respectivamente juanete mayor, juanete de proa y mastelero de sobremesana. Los palos mayores, sumando mayor, mastelero y juanete, podían pasar los sesenta metros. De forma equivalente, el bauprés contaba con el botalón de fock.
El velamen de los navíos de línea estaba compuesto, principalmente, por velas cuadras, llamadas así por tener esa forma. También se las conoce como redondas (por bracearse de esa manera) o de cruz (por formar ese ángulo con la línea longitudinal del buque). Estas velas colgaban de unos palos horizontales denominados vergas que, a su vez, se apoyaban en los mástiles. Las vergas principales de cada palo, que eran las más bajas y las que soportaban las velas más grandes, eran la mayor, la de trinquete y la de mesana. Estos enormes palos llegaban a medir más de treinta metros, doblando la manga de los barcos, lo que nos da una idea del tamaño de sus velas. Por encima de ellas se encontraban la gavia (mayor), la de velacho (trinquete) y la de sobremesana. Y por encima de estas últimas estaban la verga de juanete mayor y la verga de juanete de proa. El bauprés contaba con la verga de cebadera. Hay que señalar que el mesana, originalmente, llevaba una vela latina, es decir, triangular, que posteriormente fue sustituida por una cangreja, que es una vela de forma trapezoidal.
Colgando de las vergas mencionadas, las velas principales eran las siguientes. En el mayor, de abajo arriba: mayor, gavia y juanete mayor. En el trinquete: trinquete, velacho y juanete de proa. En el mesana: mesana o cangreja y sobremesana. En el bauprés: cebadera. Entre los palos se tendían unas velas triangulares llamadas estays y entre el trinquete y el bauprés los foques. En el botalón de fock se podía situar una sobrecebadera. En condiciones muy determinadas, se podían dar las alas, desplegadas en botalones (palos) a los lados de la gavia, la mayor y el velacho para aumentar su superficie. Las alas del trinquete se llamaban rastreras.
La colocación de las velas en función de la proveniencia del viento era una de las artes de la navegación y, si bien no había una norma cerrada, pues cada barco era distinto, solían ajustarse a los siguientes preceptos. Navegando de popa cerrada, con el viento entrando justo por la popa, se llevaba trinquete, gavia, juanete mayor y sobrejuanete, con la mente puesta en no desventar al trinquete con la mayor. Con el viento de aleta, es decir entre la popa y unos 150 grados por una de las dos bandas, se añadía la mayor a las anteriores. Navegando a un largo, que significa desde el través (90º con la línea proa-popa) a la posición anterior y que era la condición más favorable, se mantenía el mismo velamen, pero todas las velas trabajaban sin estorbarse y el barco navegaba más cómodo. Una vez que el viento empezaba a entrar a proa del través, las velas latinas o de cuchillo era más favorables, favoreciéndose los estays y los foques, aunque las velas cuadras, bien braceadas, es decir, con sus vergas cruzadas todo lo posible, también podían resultar útiles. Los barcos más marineros llegaban a ceñir a unos 60 grados, lo que nos da una idea de la importancia de la dirección del viento, al ser imposible navegar contra él.
El navío de línea, como heredero del galeón, nació con una arboladura y velamen de gran tamaño, necesarias para propulsar barcos muy pesados. Con el afinamiento de sus líneas, las arboladuras se fueron reduciendo ya que, contrario a lo que pueda pensarse, un mayor tamaño no era necesariamente ventajoso. Los pesos altos generaban más escora que velocidad e impedían abrir las portas de las baterías bajas y, además, un mayor tamaño de la arboladura implicaba unas maniobras más lentas y pesadas. En este sentido, la marina española siempre le fue a la zaga a la británica, que contaban con una jarcia más reducida que, junto con otras cuestiones, hacía sus barcos más marineros. La disminución de la altura de los mástiles vino, a menudo, acompañada de un alargamiento de las vergas, con lo que se lograba mantener la superficie vélica, pero reduciendo el par de escora.
Todo este complejo sistema, sobre el que solo hemos dado un muy somero repaso, permitía a los barcos desplazarse a velocidades muy distintas en función de la intensidad del viento, el rumbo respecto a este, el estado de la mar y las características del barco. Y, claro, la pericia de sus tripulantes también hacía mucho. Es imposible citar una o, siquiera, unas pocas velocidades de referencia, pero puede ser útil nombrar algunos ejemplos para poder compararlos con los barcos que veremos en las épocas siguientes. Navegando de bolina o ciñendo, que quiere decir con la proa relativamente cerca del viento, se podían alcanzar unos 5 o 6 nudos (millas náuticas por hora) en condiciones normales. Barcos muy veleros llegaban a los 8 nudos o más, mientras que con vientos más fuertes se conoce que se alcanzaron hasta 9 y 10 nudos. Navegando a un largo, es decir, con el viento a popa del través en lo que era el rumbo más provechoso, un buen navío debía ser capaz de dar 8 o 9 nudos en condiciones normales. Con vientos más fuertes y navíos muy veleros se podían alcanzar los 13. De popa cerrada, al verse unas velas obstaculizadas por otras, la velocidad se reducía y resultaba muy dispar de unos barcos a otros, pudiendo variar desde los 5 hasta los 8 nudos en condiciones normales.
Esas cosas que hacen ¡pum!
«Sé fuerte para tener derecho de ser pacífico»
— Amado Nervo —
Ya conocemos los barcos. Ahora veamos su razón de ser y la causa principal de su evolución y diseño: la artillería. «El calibre —y, sobre todo, las dimensiones de la artillería— determinan, junto con el número de piezas, la longitud del buque y, por ende, el resto de sus dimensiones» (García-Torralba, 2016, p. 91).
Cuando el navío de línea sustituye al galeón, la artillería naval es, principalmente, de bronce y enormemente dispar, encontrándose decenas de piezas distintas, lo que suponía una pesadilla logística. Las piezas se dividían en culebrinas, cañones y pedreros, ordenadas por longitud decreciente. En el siglo XVII, empiezan a aparecer las piezas de hierro, especialmente, en la artillería naval, y se homogeneizaron un poco: las piezas se dividieron en cañones (con longitudes cercadas a las antiguas culebrinas) y pedreros cortos, de menor calibre y usados para barrer la cubierta enemiga con metralla.
Los cañones de la época eran todos de avancarga y se tenía que introducir por la boca la bolsa de pólvora y el proyectil, además de limpiar el ánima entre disparos. La bolsa de pólvora se pinchaba por un orificio llamado oído para que pudiera explotar. Las piezas iban sujetas al costado del barco por una gruesa maroma a cada lado denominada «braga». Cuando las bragas detenían el movimiento de retroceso del cañón, este quedaba en posición de ser cargado por la boca. Una vez completada la carga, se volvía a empujar contra el costado, hasta que la parte delantera del carro tocaba con este, quedando «en batería», con la boca fuera de la porta y listo para abrir fuego.
La artillería se clasificaba por el peso de la bala; así, una pieza de 24 libras disparaba una bala sólida de 24 libras de hierro. El cambio del bronce al hierro no se dio por ventajas operativas, sino por el precio entre diez y quince veces menor de este. A medida que los barcos se artillaban más, se hacía necesario reducir los costes y las piezas de hierro, aunque pesaban más y duraban menos, sustituyeron a las de bronce. La cuestión del peso era vital, pues limitaba la cantidad de armamento que podía montar un buque y su tamaño. Solo los grandes navíos podían portar las piezas más grandes e, incluso ellos, sufrían estructuralmente para soportar el peso de las baterías. De hecho, se mantuvo el uso de un par de piezas de cobre para funciones de caza, ya que si se usaran de hierro, su posición, en la proa del barco, afectaría considerablemente la estabilidad. Estas piezas solían ser largas, para un mejor alcance y precisión.
Además de las balas sólidas redondas, existían las palanquetas, que eran dos bolas unidas por una barra y las encadenadas, que tenían la misión de causar destrozos en la arboladura enemiga. Las cargas de metralla se usaban para barrer las cubiertas enemigas y diezmar a su personal.
Todo el mundo quería tener cañones más poderosos que los del enemigo, así que los calibres de las piezas fueron aumentando a lo largo del periodo en el que los navíos de línea dominaron los mares. La mejor fortificación interna de los barcos y los avances en el diseño y construcción de las piezas, haciéndolas más ligeras sin perder resistencia, permitieron que los calibres del siglo XVII se vieran ampliamente ampliados en el siglo XVIII y, por supuesto, en el XIX. En España, el reglamento de artillado de 1739 sustituye las piezas de a 24 por las de a 36 en las baterías principales, aunque se trató solo de un aumento teórico, al no haber piezas del nuevo calibre. Hubo que esperar a unos años después, en concreto, a 1752, cuando el importante acortamiento y disminución de peso de los cañones permitió artillar las baterías principales con piezas de a 36. Este recorte en la longitud de las piezas tuvo otras causas, como el estrechamiento de los barcos, de tal forma que los cañones más cortos se podían operar con la misma soltura, ya que unos cañones largos apenas habrían cabido en los nuevos barcos.
También se fue aumentando el número de piezas por barco y ya a mediados del XVIII, en La Habana, se suspendió temporalmente la construcción de navíos de línea de 60 cañones para construir los de 70. Uno de los motivos fue la batalla del cabo Sicié (1744), en la que los navíos de 60 cañones se demostraron casi inútiles por su incapacidad de aguantar la línea o, en otras palabras, por no estar a la altura de los del enemigo. A pesar de todo, la situación particular de España, con la necesidad de escoltar a las flotas de Indias y perseguir a corsarios, supuso que la marina española contara con un mayor número de navíos de pequeño porte que sus contemporáneas, al ser más idóneos para estas tareas y resultar más baratos de construir.
Según el reglamento de 1752, los navíos de 72 o más cañones debían montar piezas de a 36 en su batería baja. Los de 68 podían montar estas o las de a 24, que compartían con los de 62 y 58 cañones, aunque estos últimos, junto con los de 52, podían montarlas solo de a 18. Las segundas baterías eran de a 24 en los de 72 o más cañones, de a 18 en los de 68 y 62 y de a 12 en el resto. La batería alta de los navíos de tres puentes montaba piezas de a 12. Desde el alcázar y el castillo se disparaban balas de 8 y 6 libras.
Una forma muy sencilla de entender la preponderancia de la artillería es comparar la andanada de un navío de tres puentes, que era un 78% superior a la de un navío contemporáneo de dos puentes. Además del número de cañones, ya hemos visto que llevaba piezas más pesadas en su batería baja. Si pensamos en el dogma artillero de que la masa artillera, unida, multiplica exponencialmente su eficacia respecto a la simple suma de sus partes, las ventajas del navío de tres puentes estaban claras cuando ese aumento artillero se comparaba con un coste que solo era 43% superior, un mantenimiento un 28% más alto y una dotación con 66% más tripulantes. En definitiva, un arma de guerra más eficiente.
En esta época, los sistemas de apuntamiento eran muy arcaicos, confiándose todo al artillero jefe de cada pieza, que generalmente contaba con un alza y una mira al principio y al final de la caña para alinearlas y apuntar hacia el objetivo. Más allá de esto, se sabía que el alcance disminuía con la lluvia, o de noche, y que a mayor sol, más alcance. Con toda probabilidad, esto estaba relacionado con la humedad y temperatura de la pólvora.
A finales del siglo XVIII, se trabajó en varias áreas para seguir aumentando la eficiencia artillera de los barcos: disminuir el peso de las piezas para poder aumentar su número y calibre y aumentar el efecto destructivo de las municiones. También se buscaba reducir el personal dedicado a operar la artillería, que en las grandes piezas podía rondar la quincena de personas. Durante estos años aparecieron tres nuevos modelos de pieza artillera naval: la carronada, el obús y el cañón recamarado. Las carronadas, muy cortas y de gran calibre, no podían disparar balas sólidas y tenían muy corto alcance, pero eran armas terribles que hacían fuego con metralla. Su escaso peso permitía colocarlas en las cubiertas altas, desde donde barrían a la tripulación enemiga. Estas armas fueron usadas ampliamente por la Royal Navy.
El obús marino, diseñado por Rovira, consistía en aplicar la pólvora en una recámara que, al ser más pequeña que el ánima, aumentaba la fuerza impulsora. Al poder utilizar menos carga, se podía reducir el grosor de las piezas, disminuyendo su peso. Además, estaban diseñadas para disparar granadas; la munición explosiva sería toda una revolución frente a las tradicionales balas sólidas. El gran problema que sufrieron estos obuses fue que no contaron con munición, por diseñarse con unos calibres específicos en lugar de para los existentes. Por ejemplo, en Trafalgar, cada obús contaba con menos de siete granadas, con lo que faltaban en la flota cerca de 9000. Como veremos, fue una lástima, pues cuarenta años después, un francés demostró que Rovira iba por el buen camino. Hablando de lo que estamos hablando, no queda más que decir que perdimos la virada.
El cañón recamarado, también diseño de Rovira, consistía en aplicar la mencionada recámara a un cañón tradicional, permitiendo reducir la cantidad de pólvora necesaria, que solía ser 1/3 del peso de la bala, a tan solo 1/4. Una vez más, aguantar una explosión menor, permitiría reducir el peso de las piezas. El sistema se probó, demostrando excelentes resultados, pero lo que parece un exceso de confianza llevó al inventor a querer reducir la pólvora a 1/5 del peso de la bala. Los experimentos posteriores fracasaron y, curiosamente, no se intentó volver a la carga de 1/4 que se había demostrado efectiva.
Catedrales de madera en liza
«En la guerra, como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca»
— Napoleón —
Con ese nombre, no va a sorprender a nadie, pero los navíos de línea se usaban en combate formando una columna. Los barcos debían cerrar los huecos con su predecesor para evitar que el enemigo se colara entre ellos y pudiera barrer sus cubiertas con una sola andanada. Sin olvidar que apenas podían hacer fuego contra un barco que se encontrara en su proa o su popa, con lo que estaban prácticamente indefensos. Además, estructuralmente, los navíos eran más resistentes en los costados y la proa y la popa contaban con elementos clave especialmente débiles. Por un lado, el bauprés y su arboladura daban sustento a todos los demás palos, evitando que cayeran hacia popa. La falta de este provocaría la caída del resto de mástiles o, en el mejor de los casos, impedirían que se les pudiera someter a una gran carga vélica. En el extremo contrario, el timón era esencial para la maniobra y, de sufrir daños, podía dejar al barco completamente a la merced del enemigo.
Los navíos de línea combatían en flotas o escuadras y los enfrentamientos aislados fueron excepcionales, estando reservados a barcos de la clase de las fragatas.
Tampoco sorprenderé a nadie diciendo que la influencia del viento era trascendental, al tratarse de la única forma de propulsarse con la que contaban los barcos.
Generalmente, la posición ventajosa era la de barlovento, es decir, con la fuerza propia más cercana a la dirección desde la que soplaba el viento que la del rival. Esto permitía decidir en qué momento y lugar se daba el combate; la flota que se encontraba a sotavento, para alcanzar una posición desde la que disparar al enemigo, tenía que ceñir y, como sabemos, al no poder navegar contra el viento, tendría difícil acercarse al enemigo si este no quería que así fuese. Por el contrario, si la flota que estaba a barlovento decidía caer sobre el enemigo, lo haría en posiciones relativas al viento favorables para la navegación. Por supuesto, las velocidades de los respectivos barcos y otros factores entraban en juego, pero la norma general prevalece. Además, el viento despejaba el humo de las cubiertas de los barcos que se encontraban a barlovento y lo llevaba hacia aquellos que estaban a sotavento, con las incomodidades consecuentes.
Por el contrario, encontrarse a sotavento podía tener algunas ventajas, como el hecho de que la banda que daba al enemigo estaría más alta, debido a la escora, permitiendo abrir las portas sin problemas. Sin embargo, esto también tenía un problema, y es que el retroceso de los cañones se veía aumentado, al realizarse con una pendiente descendiente. En el lado opuesto, en los barcos situados a barlovento, el retroceso disminuía, ya que se hacía contra la pendiente, y los servidores tenían que hacer menos esfuerzo para volver a empujar el cañón hacia el exterior de la porta. Como los disparos y, por consiguiente, la recarga de las piezas, se producían repetidas veces en cada combate y las piezas, movidas por la fuerza humana, podían pesar varias toneladas, esta ventaja era de gran magnitud.
Durante los primeros años de existencia del navío de línea, los marinos de toda procedencia defendían el fuego a corta distancia. Las piezas artilleras no eran de la mejor calidad y la plataforma inestable dificultaba hacer puntería a gran distancia. A medida que la artillería mejoró no solo en alcance, sino en precisión, aparecieron los combates a mayor distancia.
El momento de hacer fuego debía ser cuando el barco estaba a punto de bajar con la ola y, a ser posible, con el enemigo empezando a levantar con esta.
Como hemos dicho antes, los navíos de línea eran descomunales máquinas de guerra con una potencia de fuego que en tierra solo se veía en los grandes fuertes. Sin embargo, con el paso de los años, pasaron de ser baterías flotantes a ingenios maniobrables y ágiles, ya que la posición en combate y la velocidad podían decidir una batalla. A pesar de todo, cerca del final del s. XVIII, el navío de tres puentes comienza a tomar protagonismo, al hacerse patente la superioridad artillera sobre sus hermanos pequeños; ventaja, por otra parte, de la que disfrutaban sin apenas perder las cualidades de los navíos de dos puentes.
El escaso daño que eran capaces de hacer las balas sólidas sobre los robustos costados de los barcos hizo que se buscaran otros métodos para rendir al enemigo. Uno de los más comunes era la metralla, con la que se barría la cubierta enemiga buscando causar el máximo número de bajas. Hay muchos ejemplos de navíos rendidos con cientos de muertos y otros tantos de heridos a bordo que se mantuvieron a flote y fueron usados por el captor. También se intentaba afectar a la arboladura del rival para impedir sus movimientos y lograr que arriara la bandera al saberse sin escapatoria.
Una de las maniobras más conocidas, por su uso en Trafalgar y la osadía que requería, es la conocida como «cruce de la T». Consistía en atravesar en perpendicular la línea enemiga, buscando romperla y pasar al otro lado, rodeando los barcos contrarios en un fuego cruzado. Esta maniobra solo podía ser realizada por la escuadra que se encontrara a barlovento y, al realizarla, perdía esta ventaja, pero con el propósito de formar melés de varios barcos propios alrededor de los del enemigo. El buque insignia del almirante enemigo siempre ha sido una prioridad, pues su eliminación o captura, además de un golpe moral, afectaba gravemente a la capacidad de mando y control del contrario.
Por último, no quiero terminar sin mencionar una forma de combate que, realmente, no es tal. Me refiero al bloqueo naval. Una estrategia más que una táctica, consistía en vigilar los puertos enemigos con grandes flotas para evitar que este se hiciera a la mar. Ejecutada, principalmente, por la Royal Navy contra las marinas española y francesa, fue, en mi opinión, la causante de la superioridad británica. Mientras que los marinos españoles y franceses pasaban meses en tierra, sin poder adiestrarse ni aclimatarse al que debía ser su medio de trabajo, sus contrapartes vivían permanentemente en la mar, logrando que sus barcos estuvieran siempre en condiciones de combatir, con las dotaciones acostumbradas a trabajar a bordo y desempeñar sus labores. Detrás de esta estrategia, se esconde una descomunal capacidad logística: los astilleros ingleses superaban a los españoles y franceses en número, pero esto no afectó tanto a las construcciones como al mantenimiento: la Royal Navy tuvo la capacidad de carenar sus barcos cada poco tiempo, sustituyendo los forros y otras partes dañadas, manteniéndolos siempre en condiciones óptimas para combatir.
Hasta aquí el navío de línea. Ahora que sabemos cómo eran, cómo iban armados y cómo combatían, estamos en condiciones de enfrentarnos al convulso siglo XIX y las revoluciones en la construcción naval que tuvieron lugar. No olvides suscribirte para ser el primero en leer el próximo artículo. Y, por supuesto, no te vayas sin conocer la razón de ser de esta web.
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