En el primer artículo de esta serie hablamos del navío de línea, como punto de partida para estudiar los enormes cambios ocurridos en el siglo XIX, que vimos en la segunda entrega. En esta última entrada veremos el acorazado, culmen de los cambios que hemos venido estudiando y dominador incontestable de los mares a principios del XX.
«Los diez cañones de 12 pulgadas montados en uno de estos navíos suponían la potencia de fuego de tres acorazados estándar del tipo predreadnought […] y solo eran un tercio más caros que sus contemporáneos» (Parker, 1990 citado en Philbin, 2019, p. 16).
El acorazado supuso la consumación de los distintos avances que se vinieron desarrollando en el siglo XIX. El Dreadnought —nombrado en honor al lema de su defensor, el almirante Fisher: «teme a Dios y a nada más»— y sus sucesores alcanzaron el diseño final, cuyas mejoras se encuadran en la misma evolución natural que ya vimos en los navíos de línea, pero no tienen la magnitud de los cambios entre uno y otro tipo de barco.
Además de los avances artilleros que, como veremos, resultaron más de una cuestión doctrinal y de aprovechamiento de las capacidades que ya existían, la mejora de velocidad también separó al Dreadnought de sus predecesores. Sus turbinas le daban una velocidad de 21 nudos, tres más que cualquier otro acorazado. La combinación de ventaja artillera con su superioridad en velocidad hizo que ningún acorazado predreadnought pudiera enfrentarse a los diseñados a partir de 1905. Por eso, las marinas de guerra, especialmente la británica y la alemana, renovaron toda su flota en pocos años.
Poco después de la aparición del Dreadnought, Alemania y Gran Bretaña se verían implicadas en una trepidante carrera de armamentos con su máxima expresión en las fuerzas navales. En la época, el poder de una nación se medía por el número y calidad de sus acorazados y los británicos llevaban cien años manteniendo el two power standard: la Royal Navy debía de ser superior a la segunda y tercera marinas del mundo combinadas. Alemania, con ambiciones imperiales, estaba dispuesta a disputar los océanos a los que llevaban años dominándolos. Además de los avances de la técnica, esta situación política, que desembocaría en la Gran Guerra, impulsó un enorme desarrollo armamentístico y naval que permitió perfeccionar el diseño del Dreadnought hasta los König y los Queen Elizabeth que combatirían en Jutlandia.
El tamaño importa (en la artillería naval)
«No sé quién es mejor, pero yo soy más grande»
— Cristiano Ronaldo —
Ya que la línea que separó al Dreadnought de sus antecesores fue, principalmente, su artillería, voy a empezar analizando este asunto, que nos ayudará a definir qué era un acorazado tal y como se entendía en Jutlandia.
A pesar de las ambiciones alemanas, su economía e industria no eran capaces de superar a la inglesa, por lo que se tomaron otras medidas, que incluyeron el desarrollo de minas y torpedos, citados por algunos como «las innovaciones navales más efectivas de la Primera Guerra Mundial» (Philbin, 2019, p. 18). Esto implicó que los acorazados tenían que ser capaces de defenderse de estas amenazas, ante el riesgo de perder un barco principal ante un pequeño torpedero. Además, si bien los propelentes más avanzados y las mejoras en los cierres de los montajes supusieron un incremento en los alcances obtenidos, la instalación de multitud de piezas de medio y pequeño calibre para hacer frente a las nuevas amenazas se demostró inadecuada: era imposible hacer un control de fuegos efectivo. Los métodos de puntería (el radar no existía aún) requerían que un observador, normalmente apostado en las cofas que los acorazados llevaban a tal efecto, indicara al director de tiro cómo de largo o corto y cuánto y hacia qué lado había quedado el disparo. El director introducía las correcciones pertinentes y se volvía a abrir fuego, repitiendo el procedimiento hasta que se centraba el tiro y se pasaba a hacer fuego de eficacia. Con decenas de piezas abriendo fuego sobre el mismo blanco se hacía imposible saber de qué montaje era cada disparo y la batalla de Tsushima, en la guerra rusojaponesa, reflejó los deficientes métodos de control de tiro existentes. La solución pasó por eliminar las baterías intermedias, con el doble objetivo de simplificar el proceso de control de fuegos y aumentar el alcance. Menos cañones, pero con más alcance. La defensa contra los torpederos pasó a ser lograr abrir fuego contra ellos antes de que estos pudieran poner en el agua sus temibles armas.
El aumento progresivo de los calibres hizo que los alcances continuaran aumentando. Si el Dreadnought nació con piezas de 305 mm, los Orion, los primeros superdreadnought, ya incorporaron cañones de 343 mm. Además de un mejor alcance, la precisión del tiro se mejoraba. Los calibres inferiores se hacían menos efectivos a grandes distancias, pues perdían más velocidad y, por tanto, capacidad de perforación. Aumentar el calibre es una forma muy efectiva de mejorar la precisión, pues se aumenta mucho más el peso del proyectil que el área frontal, que es la que ofrece resistencia aerodinámica: un aumento de un sexto del calibre puede permitir incrementar el peso en un 70%. Por ejemplo, los proyectiles de 305 mm alemanes en Jutlandia pesaban 405 kg, mientras que los británicos de 381 mm pesaban 880 kg (Imperiale, 2004c, p. 444). A mayor relación peso-área frontal, menos velocidad se pierde en el vuelo y más velocidad remanente se obtiene en el momento del impacto. Además, la ventaja de ritmo de fuego de los calibres menores quedaba anulada al tener que esperar a ver el pique entre un disparo y otro, para poder corregir la puntería si era necesario. No valía de nada poner ocho disparos en el aire cada minuto si tenías que esperar veinte segundos par ver cómo caía el primero. En 1912, los Queen Elizabeth se pusieron en grada con piezas de 381 mm y, en 1917, Japón construyó el Nagato, con cañones de 406 mm.
Control de fuegos
El aumento del alcance de las piezas artilleras trajo consigo un problema que, antiguamente, no se daba. Mientras un disparo a unos pocos cientos de yardas se podía hacer «a ojo», confiando en la intuición y experiencia del artillero para hacer blanco, con los nuevos montajes y sus alcances de miles de yardas se necesitaba un sistema mucho más avanzado. Para entender la importancia del desarrollo de los métodos de control de tiro es inevitable entender cómo se había venido realizando con anterioridad.
Antes del siglo XIX, las piezas artilleras se apuntaban usando como única herramienta la dirección en la que apuntaba la propia caña. No solo el alcance era muy corto, haciendo que cualquier error se tradujera en un desvío muy pequeño, sino que la precisión de las piezas era tan escasa que no merecía la pena intentar apuntar mejor. A pesar de todo, existían ciertas instrucciones generales (García-Torralba, 2016, p. 77), como que para disparar a un barco que pasaba velozmente por el costado había que hacerlo entre 2 y 1,5 esloras por su proa o, si iba lento, entre una eslora y la proa.
A principios del siglo XIX, todavía en los grandes navíos de línea, se extendieron las alzas (cerca de la boca) y las miras (en la parte posterior del cañón), de forma similar a las miras de las pistolas modernas. Así, alineando una mira con la otra se sabía a dónde apuntaba el cañón, mejorando el método anterior, pero dejando aún en manos del artillero el lugar al que apuntar.
No fue hasta finales del siglo XIX cuando aparecieron las miras telescópicas, que se anexaban a las piezas y, con una cruz, indicaban el teórico punto de impacto (si el blanco no se movía). Unos ajustes permitían corregir la posición de la mira en función de los distintos factores que afectan a la solución del problema del tiro. Como podemos ver, todavía se confiaba plenamente en el «arte» del artillero para dilucidar dónde se iba a encontrar el blanco en el momento del impacto y es que la artillería naval no es más que la solución al problema de unir dos objetos móviles en el mismo punto y en el mismo momento.
Sin embargo, ni siquiera las miras telescópicas era suficientes para los nuevos alcances (en Jutlandia se llegaría a registrar un impacto a 21000 metros) y se hacía necesario conocer la posición futura del blanco, ya que durante el «tiempo de vuelo», es decir, el periodo transcurrido desde el disparo hasta el impacto (que empezó a superar los veinte segundos), el blanco podía haber variado considerablemente su posición. Uno de los primeros avances empleados fue el estadímetro, un medidor de ángulos que daba la distancia al blanco resolviendo un sencillo problema trigonométrico. Con este dato, a principios del siglo XX se comenzó a reflejar en papel la posición del blanco respecto a la plataforma que iba a disparar. Tras pintar varias posiciones, se podía inferir la posición futura. Como sustituto del estadímetro, que perdía mucha exactitud con grandes distancias, años después se creó el telémetro. Para reflejar los avances en alcance, citaremos que la distancia de combate, es decir, los alcances efectivos, en Manila (1898) fueron de entre 2000 y 5000 metros, en Tsushima (1905) de entre 2700 y 5500, mientras que en Jutlandia (1916) se combatió entre 6400 y 19200 metros (Imperiale, 2004c, p. 458).
Al igual que en cualquier avance en tecnología militar, la técnica no fue suficiente y hubo que acompañarla de los ajustes doctrinales necesarios. En 1905, el contralmirante Percy Scott propugnaba la figura del oficial director: un único oficial que reuniría el control de todos los cañones de grueso calibre, apostado en un lugar suficientemente alto para poder observar los disparos. La Royal Navy fue reticente, partidaria de dejar la puntería de cada pieza en sus operadores, pero la aparición de circuitos eléctricos para las comunicaciones interiores venció esta resistencia. El director de tiro era encargado, personalmente, de hacer fuego de manera remota, introduciendo las correcciones oportunas. Las pruebas realizadas entre barcos usando el nuevo sistema y aquellos que aún disparaban en local demostraron una manifiesta superioridad de la nueva doctrina. Scott midió la eficacia artillera de la Royal Navy al tomar posesión como comandante de la escuela de artillería en Porstmouth (nombrado por el almirante Fisher) en un 25%. Tras implantar un duro adiestramiento en la flota y concienciar a los artilleros de la importancia de su labor, se logró un porcentaje de impactos del 80% hasta los 6500 metros (Imperiale, 2004b, p. 270).
Por muy buena que fuera la preparación de los oficiales de artillería de la Royal Navy, su trabajo habría sido hercúleo de no ser por las mesas de control de tiro. La primera, fabricada por Arthur Pollen en los primeros años del siglo, consistía en un telémetro, un reloj y una mesa de plotting automática. Este último ingenio se encargaba de registrar de forma continua los rumbos y posiciones relativas tanto del blanco como del buque propio. El telémetro óptico, aparecido en 1906, era capaz de medir distancias hasta 9000 metros con errores cercanos al 1%, eliminando en gran medida la necesidad de estimación anterior. Una mesa posterior, muy conocida, fue la Dreyer, diseñada por el entonces teniente de navío homónimo. El almirantazgo eligió esta última en 1912, a pesar de que la Pollen demostró mejores resultados. En cualquier caso, la artillería naval había pasado de ser un arte a una ciencia y, parcialmente, al menos, automatizada.
Una vez logrados estos adelantos a nivel interno, hubo que esperar a las lecciones aprendidas de Jutlandia para ver una coordinación artillera entre barcos de una misma escuadra. En 1917, la flota británica hacía fuego por divisiones: el primer barco de la columna hacía de director, suministrando los datos al resto de unidades. El fuego se hacía de forma secuencial, permitiendo la observación.
A pesar de todos estos avances, un elemento inherente a la guerra naval siguió obstaculizando la puntería artillera: el balance natural de los barcos al desplazarse sobre la masa de agua. La solución de toda la vida hasta 1920 era abrir fuego en el momento en el que el barco se encontraba adrizado (equilibrado), intentando eliminar así este factor de la ecuación. Para averiguar en qué momento el barco no estaba inclinado se usaba un péndulo y, anteriormente, sistemas tan arcaicos como una bala de cañón colgando de un palo. En 1920 se adoptó el «elemento estable» que, conociendo el ángulo de balance en cada momento, mantenía los cañones apuntando con la referencia del horizonte en lugar de con la de la cubierta propia.
Las torres
La mejora de los sistemas de control de tiro, unida al alcance, supuso un gran avance, pero una cuestión tan aparentemente baladí como la colocación de las torres también tuvo muchísimo impacto. A principios de siglo, todas las torres se montaban sobre la cubierta, por el miedo de que, al situarlas unas encima de otras, el rebufo pudiera dañar las miras de las que quedaban en la posición inferior, que estaban en la parte alta de las mismas. EE.UU., incipiente potencia naval, fue la primera en adoptar las torres en escalón, con una segunda torre situada detrás (o delante, en el caso de las popeles) de la primera y más alta. Esto significaba que toda su artillería principal, situada a crujía, se podía disparar sobre un mismo blanco que estuviera en el costado, algo que no podía hacer el Dreadnought al tener cinco torres, pero con dos de ellas en cada una de las bandas. Este diseño permitió construir barcos más pequeños, ahorrando en blindaje y aumentando la velocidad a igualdad de planta propulsora. Los ingleses (Colossus, Neptune) y alemanes (Kaiser) experimentaron con las torres laterales en diagonal, de forma que pudieran disparar hacia la otra banda, pero afectaban negativamente a la estabilidad y era más seguro tener las torres en el centro, alejadas de los efectos de los torpedos enemigos.
Además del emplazamiento de las torres, estas crecieron: Italia, buscando superar a sus enemigos sin tener que construir barcos más grandes o cañones de mayor calibre, incorporó las torres triples, que pronto se adoptarían en el resto de marinas y eran el formato estándar en la Segunda Guerra Mundial.
Los proyectiles
A principios de siglo, también tuvo lugar una evolución en los proyectiles, definiéndose la solución entre dos tendencias opuestas. La doctrina francesa propugnaba los proyectiles perforantes, cuya carga explosiva quedaba reducida a menos del 5% del peso del proyectil. Los británicos, sin embargo, defendían las ventajas de aumentar la carga explosiva hasta más del 10%, adoptando una espoleta de contacto. Las lecciones aprendidas de Tsushima dieron la razón a los segundos, pues los proyectiles rusos —de doctrina francesa— perforaron los cascos japoneses pero apenas causaron daños.
Armas antiaéreas
A medida que el acorazado llegaba a su esplendor, empezaba a aparecer un elemento que acabaría robándole el protagonismo: la aviación. Para defenderse, se instalaron baterías antiaéreas. Los británicos utilizaban el calibre de 76 mm y los alemanes el de 88 mm. La Royal Navy era partidaria de defenderse de la aviación enemiga con la propia y, para poder hacerlo lejos de las bases de la que sería la Royal Air Force, se comenzaron a embarcar dos o tres aviones de caza en cada acorazado. Inicialmente, se lanzaban desde plataformas sobre las torres, pero los problemas asociados supusieron que se adoptaran catapultas sobre plataformas giratorias. Los aviones no se recuperaban, debiendo retornar a tierra o amerizar para que la tripulación fuera rescatada.
La coraza que navega
«Hay que hacer cosas útiles, más que cosas admirables»
— San Agustín —
Las últimas mejoras en los predreadnought incluyeron el uso de acero niquelado, que permitía reducir el grosor del cinturón acorazado o extender esta protección a otras áreas, los dobles fondos que vimos en el anterior artículo y el uso de protecciones antitorpedo: salientes en el casco bajo la línea de flotación que fungían como colchón en caso de impacto, además de las redes que se colgaban de botalones (palos) al costado de los barcos.
Las prioridades de protección se mantuvieron imperturbables: no se podía perder la capacidad moverse ni la de disparar, por lo que las máquinas y las piezas de gran calibre tenían que estar bien protegidas. Otras áreas relacionadas con la munición, como los propios pañoles y los ascensores, también tenían que blindarse ante el peligro que conllevaba una explosión en esas partes del barco. Los tiros a gran distancia, con trayectorias más parabólicas que las casi tensas que habían sido la norma, obligaron a incorporar la protección en horizontal, apareciendo las cubiertas acorazadas con forma de caparazón de tortuga, lo que les daba mayor resistencia. Así, los acorazados pasaron a tener protegida una caja central, que incluía las máquinas y los cañones de gran calibre, envuelta por los costados, las cubiertas y unos mamparos transversales acorazados a uno y otro extremo.
Con la clase Nevada estadounidense apareció el concepto de «todo o nada» en el blindaje. Ya que los proyectiles cada vez llegaban de distancias más grandes, era muy probable que impactaran en cualquier parte del barco, pero solo era eficaz usar blindajes que fueran a resistir los impactos; cualquier blindaje menor solo actuaba como un primer contacto para la espoleta perforante que, tras atravesarlo, hacía explotar el proyectil en el interior. Así, lo que quedaba fuera de la «caja» acorazada no se protegía. Este cajón pasó a estar compuesto de una protección en dos niveles: el exterior, de gran grosor, haría detonar los proyectiles; el interior tenía la función de absorber esquirlas y astillas.
En los predreadnought, los nuevos materiales permitieron prolongar las barbetas hacia abajo hasta las propias santabárbaras, eliminando la necesidad de un reducto central, pero manteniéndose la cintura acorazada.
También se avanzó en la compartimentación, ya que la experiencia cada vez dejaba más claro que las inundaciones no eran, necesariamente, fatales. Siempre que se pudiera contener en una sección del barco, había opciones de mantener la flotabilidad e, incluso, de seguir combatiendo. Por eso se eliminaron las conexiones entre las distintas secciones por debajo de la cubierta principal, convirtiendo cada una en un área autocontenida, en las que solo había pequeñas aperturas para cables y tuberías. Para pasar de una sección a otra, había que hacerlo desde la cubierta principal.
Las dos grandes potencias que combatieron en la Gran Guerra construyeron sus acorazados con algunas diferencias fundamentales, ya que esperaban hacer un uso disinto de ellos. Gran Bretaña necesitaba ser capaz de alojar a toda la dotación de los barcos a bordo en permanencia, pues pasarían mucho tiempo en la mar, tanto cerca de las islas como en misiones por todo el mundo. Alemania, por su parte, solo embarcaba a todo el personal en el momento de hacerse a la mar para salidas, generalmente, cortas. Esto hacía sustancialmente diferentes las necesidades de habitabilidad en unos y en otros, lo que afectaba al espacio disponible para otros elementos de los barcos. Además, por un lado, Fisher defendía que la velocidad equivalía a protección, y los británicos estuvieron dispuestos a ceder algo de blindaje a cambio de tener barcos más rápidos. Por el otro, Tirpitz concebía sus barcos como fuertes inhundibles, blindándolos hasta donde la tecnología disponible permitía.
La propulsión
Como ya se ha dicho, junto a la artillería, la propulsión fue el otro concepto que situó al Dreadnought radicalmente por encima de sus contemporáneos. La turbina no solo daba mucha más velocidad que una máquina alternativa, sino que ocupaba menos espacio, era más limpia y silenciosa y vibraba mucho menos, permitiendo hacer mejor puntería. Además, tenía menos tendencia a averiarse. Los avances no se detuvieron con la implantación del nuevo sistema, sino que entre el Dreadnought de 1905 y el Hood de 1920 se pasó de 23000 a 144000 caballos de potencia, permitiendo mover barcos más grandes, más rápido.
Junto a la turbina, el segundo gran avance fue la adopción del diésel como combustible. A pesar de ser, en la época, difícil de obtener, tenía numerosas ventajas. Una mayor capacidad térmica permitía una autonomía superior en un 40% (Fidler, 2016, p. 61) y mayor velocidad para el mismo peso de combustible, pero también se reducían los espacios de máquinas porque no hacían falta los espacios destinados a manejar el carbón. Al ser líquido, se podía alimentar la máquina desde tanques situados en cualquier lugar del barco, se podía abastecer el barco más rápido y se redujo enormemente el personal necesario, pasando, según Imperiale (2004c, p. 452), de 100 fogoneros y 112 carboneros a tan solo 24 operadores. También se descubrió que los líquidos actuaban como una eficaz protección antitorpedo, absorbiendo la energía de la explosión, y el consumo de combustible apenas afectaba a la estabilidad del barco, al poder corregirse llenando los tanques de agua. Por último y, aunque pueda parecer nimio, generaba muchos menos residuos y requería de menos limpieza. Las necesidades de abastecerse de combustible supusieron que el gobierno británico comprara la Anglo-Persian Oil Company (hoy British Petroleum) en 1914.
Requiescat in pace
«Todos somos mortales. Nosotros y nuestras obras»
— Horacio —
Al igual que el navío de línea relevó al galeón y el acorazado a aquel, era solo una cuestión de tiempo que el acorazado quedase obsoleto, con la particularidad de que el cambio de buque principal fue, si cabe, más rompedor de lo que había sido hasta entonces. Voy a dividir las causas de la caída en desgracia del acorazado en dos grupos principales: las relativas a las necesidades bélicas, que evolucionaron demandando otro tipo de medios e implantando limitaciones diplomáticas, y la aparición del aeronave y su posterior empleo naval.
Los aviones no solo suponían un nuevo vector por el que ejercer el poder militar, sino que se convirtieron en una amenaza directa para los acorazados, diseñados para resistir los embates de los cañones enemigos pero no, a pesar de las mejoras en la coraza horizontal que hemos visto, el de bombas lanzadas en altura.
La resiliencia de los acorazados a la nueva amenaza fue motivo de profundos debates. En 1921, los estadounidenses usaron el Ostfriesland, alemán de la clase Nassau que había caído en sus manos tras la paz, para probar el efecto de las bombas aéreas. El general Billy Mitchell, uno de los más convencidos defensores del poder aéreo en sus albores, que llegó a ser juzgado en corte marcial por sus declaraciones, estaba decidido a demostrar la capacidad de sus aeronaves. La primera fase del experimento resultó en tres de once impactos con bombas de 500 libras, sin que el barco sufriera daños irreparables. Pero una segunda pasada con bombas de 1000 libras tuvo un resultado muy distinto: a pesar de que no se logró ningún impacto directo, la explosión de una de ellas en las cercanías le causó tales daños que el Ostfriesland se hundió en pocos minutos.
Los resultados del experimento parecían concluyentes, pero los escépticos apuntaban que el barco no se estaba moviendo, que no había usado sus cañones antiaéreos para defenderse y que sus equipos de control de daños (para apagar fuegos y cortar inundaciones) no estaban a bordo. Otra prueba sobre el inconcluso Washington, en 1924, finalizó con el acorazado a flote, por lo que los desdeñosos del poder aéreo tuvieron más argumentos para su causa.
Sin embargo, los defensores de los acorazados se toparon con un problema: una gran época de desarme siguió a la guerra y, en concreto, el Tratado de Washington (1922) impuso unas limitaciones que impidieron, de facto, el desarrollo de más y mejores acorazados. Las principales restricciones fueron:
• Tonelaje máximo de 35000 toneladas para acorazados.
• Tonelaje máximo de 27000 toneladas para portaviones.
• Tonelaje máximo de 10000 toneladas para cruceros.
• Calibre máximo de 16 pulgadas para acorazados.
• Calibre máximo de 8 pulgadas para cruceros.
• Un máximo de 525000 toneladas de acorazados y cruceros para EE.UU. y Gran Bretaña.
• Un máximo de 315000 toneladas de acorazados y cruceros para Japón.
• Un máximo de 135000 toneladas de portaviones para EE.UU. y Gran Bretaña.
• Un máximo de 81000 toneladas de portaviones para Japón.
Una de las primeras consecuencias del tratado fue la conversión de muchos de los acorazados que estaban en construcción y algunos de los finalizados en portaviones. Por si esto fuera poco, en 1930 se firmó el Tratado de Londres, con restricciones adicionales:
• No se podrían construir nuevos acorazados hasta 1936.
• EE.UU. se deshacía de tres acorazados, Japón de uno y Gran Bretaña de tres y un crucero.
• Otras restricciones relativas a cruceros y a los tres relativamente nuevos tipos de barcos: submarinos, portaviones y destructores.
Así, EE.UU. pasó de no tener portaviones en 1925 a tres en 1935 y seis en 1940, llegando a invertir cerca de un 10% del presupuesto de marina en estos barcos (Hone, 1979, p. 42).
Segunda Guerra Mundial
A pesar de estos cambios, la Segunda Guerra Mundial comenzó con la mayoría de los marinos convencidos de que los acorazados seguirían decidiendo los combates navales. Así lo demostró Japón en Midway, donde el plan de Yamamoto consistía en usar la fuerza aeronaval para atacar las islas y sus acorazados para destruir la flota norteamericana.
Sin embargo, la guerra no transcurriría por los derroteros que muchos esperaban. En el escenario atlántico, Alemania nunca estuvo en condiciones de plantar una batalla entre flotas a los británicos. Los sueños de Jutlandia olvidados, los alemanes, liderados por el almirante Karl Dönitz, basaron su estrategia en los submarinos y la guerra irrestricta. Para los británicos y, más tarde, los americanos, la prioridad se convirtió en proteger convoyes que permitieran seguir alimentando los esfuerzos de guerra. Los acorazados se vieron relegados a estas tareas, pero otras unidades, como destructores y cruceros, estaban mejor preparados que ellos. Así destacaron los nuevos destructores antisubmarinos, proliferaron los buques de escolta y nació el portaviones antisubmarino. Los acorazados, mientras tanto, se emplearon para escoltar convoyes y, también, para atacarlos, como el alemán Gneisenau.
El Mediterráneo fue un escenario muy particular. Debía haberse convertido en el Mare Nostrum italiano, al ser la Regia Marina la única fuerza naval potente en la zona. Pero la Royal Navy fue capaz de mantener durante todo el conflicto tres enclaves esenciales, uno en cada entrada —Gibraltar y Alejandría— y uno en pleno corazón: Malta. El Mediterráneo volvió a ser «un mar signado por la guerra» (Pérez, 2018), pero su situación hizo que tampoco se dieran grandes batallas navales. Para el Eje, era esencial alimentar las campañas alemanas, por lo que la prioridad fue, durante mucho tiempo, sostener a Rommel en el norte de África. Para los aliados, el Mediterráneo seguía siendo la ruta que unía el Atlántico con el Índico y, también, el lugar ideal para impedir que los alemanes se hicieran con la orilla sur del gran lago salado. Por tanto, al igual que en el Atlántico, la lucha por las rutas de control marítimo tomó prioridad sobre las grandes batallas navales y, una vez más, los acorazados se vieron sin poder cumplir el rol para el que habían sido diseñados.
El Pacífico podría, a priori, haber sido el escenario de grandes batallas navales como Jutlandia, enfrentando a la poderosa marina nipona con la US Navy. No obstante, el ataque japonés a Pearl Harbor, además de «despertar al gigante dormido», en palabras del almirante Yamamoto, dejó a los Estados Unidos sin una fuerza de superficie de entidad, forzándole a fiarlo todo a los portaviones y, así, empujándole a lograr una superioridad en el empleo de los nuevos buques principales que todavía no ha cedido. Los japoneses ya se habían decantado parcialmente por los portaviones, en parte por las restricciones de los tratados de Washington y Londres y en parte por las grandes distancias del Pacífico, que la aviación ayudaba a paliar. La batalla de Midway (1942), en la que EE.UU. participó sin acorazados contra una fuerza nipona teóricamente superior, refleja el ocaso del acorazado frente al arma aeronaval. Curiosamente, aunque los planes japoneses contemplaban a los acorazados para derrotar por completo a la flota estadounidense, su prioridad en el ataque a Pearl Harbor eran los portaviones enemigos. De no haber estado estos en la mar, es muy posible que la historia hubiera cambiado. Es significativo que los japoneses se vieran más amenazados por la capacidad aeronaval enemiga o, al menos, pensaran que le harían más daño privándole de esta, pero siguieran apoyando su planeamiento en el empleo de sus enormes acorazados. Probablemente, les faltó un cambio de mentalidad que llegó muy tarde y que los norteamericanos se vieron obligados a hacer al perder sus acorazados en Pearl.
Otra de los eventos más representativos del ocaso del acorazado fue el conocido como raid de Tarento (1940), en el que veintiún vetustos aviones Fairey Swordfish del HMS Illustrious atacaron la base naval de Tarento, donde se encontraban los seis acorazados italianos, hundiendo tres de ellos. Unos endebles y casi obsoletos aeroplanos habían destruido la mitad de la capacidad de combate de la orgullosa marina italiana.
Por último, mencionaremos el hundimiento del Prince of Wales y el Repulse, en 1941. Un acorazado y un crucero de batalla que se encontraban entre los más modernos de la Royal Navy, estaban desplegados en el Mar de la China Meridional. Tres grupos aéreos japoneses basados en tierra cayeron sobre la fuerza británica. El resultado de la batalla fue aplastante: los británicos perdieron dos de sus barcos más modernos a cambio de, tan solo, cuatro aviones nipones. La importancia de esta acción recae en que, a diferencia de Tarento, los ingleses estaban en la mar y con sus dotaciones operando todos los medios de defensa antiaérea y de control de daños, mientras que en Midway los americanos destrozaron la flota de portaviones japonesa, pero no vieron a los acorazados enemigos. Por tanto, el hundimiento del Prince of Wales y el Repulse demostró que la aviación, por sí sola, era capaz de hundir acorazados y modernos cruceros.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, todas las marinas tenían claro que el portaviones había relevado al acorazado como núcleo de las flotas. Por ejemplo, solo en Okinawa (1945), los estadounidenses emplearon doce portaviones. En 1955, la Royal Navy había dado de baja todos su acorazados y en 1960 estaban desguazados. Los franceses se deshicieron de los dos que les quedaban en 1961. Los Estados Unidos conservaron cuatro en reserva, reactivándolos para misiones muy específicas en Corea, Vietnam y, ya modernizados con misiles, en el Golfo.
Conclusiones
«La corrupción de una cosa corresponde necesariamente a la generación de otra»
— Aristóteles —
La evolución del barco de guerra, realizada a lomos de los avances en artillería, protección y propulsión, parece que estuvo impulsada por la primera de estas. Es muy probable que las otras dos se hubieran desarrollado, pero una lo hizo como respuesta a las mejoras ofensivas y la otra, si bien resultó en un cambio de paradigma, no tuvo relación directa con las otras dos. Por tanto, de tener que decantarme por un solo avance tecnológico que señalase este cambio, sería el de la mejora de la artillería naval, aunque ha quedado patente que sin los desarrollos en protección y propulsión, ni aquella hubiera llegado tan lejos ni el acorazado hubiese existido como lo conocemos.
Es también reseñable que la variedad de diseños y modelos que se ven en la segunda mitad del siglo XIX corresponden a los experimentos de unas marinas que no tenían la experiencia suficiente para aplicar las nuevas tecnologías y que, en muchos casos, siendo organizaciones fuertemente tradicionales, eran reticentes a abandonar las viejas costumbres. Así, encontramos combates absurdamente igualados como el de Hampton Roads o del todo descompensados como Sinope. El avance de la tecnología en paralelo a la experiencia en el empleo de los nuevos barcos permitió la generación de nuevos diseños y de algo tan importante como estos: la doctrina necesaria para emplearlos. De esta manera, podemos encontrar en Tsushima muchas de las lecciones aprendidas que se aplicaron en Jutlandia. Parece claro que, a menudo, la tecnología avanzó más rápido de lo que las distintas marinas eran capaces de adaptar su doctrina, dando lugar a situaciones estrambóticas.
Por último, la bibliografía consultada parece corroborar que la construcción naval en el siglo XIX está relativamente poco tratada en comparación con la época anterior y la siguiente. La mayoría de los textos la tratan como parte final de un estudio del navío de línea o como introducción de un trabajo sobre el acorazado. Me atrevo a aventurar que esta tendencia se debe a la mayor atracción que generan los barcos en su esplendor, en batallas decisivas —o que, potencialmente, podían serlo— como Trafalgar o Jutlandia. Para el aficionado a la construcción naval, los barcos del periodo intermedio resultan, incluso, poco atractivos a la vista; engendros indecisos entre los colosos de vela y madera y los monstruos de acero y carbón.
Y hasta aquí el acorazado y la evolución del barco de guerra desde el navío de línea. No olvides suscribirte para ser el primero en leer el próximo artículo. Y, por supuesto, no te vayas sin conocer la razón de ser de esta web.
¡Un saludo, dotación!
Referencias:
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Barbudo Escobar, I. (2004): Fundamentos de Maniobra. Tomo I del Tratado de Maniobra. Madrid, Fragata Libros Náuticos.
Bird K. (2019): “Der Tag, el enfrentamiento definitivo”, Desperta Ferro Contemporánea: Jutlandia (32), pp. 52-56.
Bureau of Naval Personnel (1953): Fire Control Fundamentals. Nueva York (EE.UU.), Department of the Navy.
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Gran artículo, y leyéndolo me ha devuelto a mis tiempos mozos de leer el libro de Galuppini (que citas) y que devoraba siendo pequeño memorizado datos de unos barcos que eran impresionantes.
Gran trabajo el de esta trilogía. Excelente Fede.