En el artículo anterior introdujimos el navío de línea, como punto de partida de la evolución que nos llevará hasta el acorazado. En esta entrada veremos el eslabón perdido. O eslabones. Desde Trafalgar a Jutlandia hay más de un siglo en el que no se asentó un tipo concreto de barco, porque hubo una evolución constante desde los colosos de madera a los gigantes de acero.
Los ¡pum! empiezan a ser más fuertes
«La ciencia avanza a pasos, no a saltos»
— Thomas B. Macaulay —
La artillería del navío de línea tenía dos características fundamentales. En primer lugar, las piezas eran el elemento limitante en la construcción de los barcos; tanto el tamaño y el diseño como la dotación se proyectaban en torno a la máxima de conseguir una potencia de fuego superior a la del enemigo. Por eso fueron apareciendo montajes más ligeros, pero del mismo calibre, además de la famosa carronada inglesa, que llevaba este extremo al máximo sacrificando alcance. En segundo lugar, nos encontramos con la relativa ineficiencia de la artillería naval, ya que la robustez de los barcos y el hecho de que las balas fueran sólidas impedían que estas causaran un daño considerable. Los agujeros provocados por encima de la línea de flotación apenas afectaban al barco enemigo, siendo las astillas derivadas del impacto lo más peligroso. Los pocos impactos efectivos por debajo de la línea de flotación eran relativamente sencillos de taponar, al tratarse de agujeros redondos de un tamaño limitado. Las balas rojas (calentadas en un horno antes de ser disparadas para lograr que incendiaran el barco enemigo) tuvieron cierto éxito, pero su empleo en la mar era altamente peligroso y su uso se vio limitado, casi en exclusiva, a los fuertes costeros. Además, la gran cantidad de personal que requería cada pieza, la incomodidad de la avancarga o lo peligroso que resultaba su uso, siendo relativamente común que explotaran causando grandes daños al barco propio, eran otras grandes limitaciones.
Los intentos de reducir el peso de las piezas, manteniendo su potencia de fuego, fueron constantes. Si comparamos un cañón de mediados del siglo XVII con uno de principios del XIX, se ve una clara mejoría: las baterías bajas de los barcos de la época de Trafalgar llevaban piezas de a 36 que cien años antes no eran más que una quimera. Por ejemplo, un cañón de 152 mm de calibre que disparaba proyectiles de 12,2 kg en 1650 pesaba 2722 kg y tenía un alcance de 1400 m. En 1800, un proyectil de 14,5 kg y 163 mm (de un cañón de a 32) se podía disparar hasta los 2900 m con una pieza de un peso menor: 1820 kg. Esta evolución natural estuvo lejos de provocar los enormes cambios que ahora vamos a ver, limitándose al desarrollo habitual en cualquier arma de guerra. Los barcos también fueron ganando en número de piezas, extendiéndose el navío de línea de tres puentes y más de cien cañones, frente a los habituales de alrededor de cincuenta un siglo antes.
El cañón bombero
Si hubiera que elegir un solo avance para representar la revolución que se iba a producir en la artillería naval, tendríamos que decantarnos por la bala explosiva (en lugar de la tradicional bola de hierro). Como vimos en el anterior artículo, España ya experimentó con estos ingenios, con buenos resultados, dándose el caso de que fueron cuestiones más doctrinales y logísticas las que impidieron su implantación. De la misma forma que ocurrió con el submarino a finales del XIX, puede que la marina española «perdiera la virada» con los cañones bomberos.
El francés Henri-Joseph Paixhans, oficial de artillería, personifica la revolución que estamos tratando. Si bien no cita directamente al español, basta estudiar el diseño de su cañón para apreciar una evidente influencia de Rovira; algo lógico, por otra parte, ya que las marinas española y francesa fueron aliadas durante mucho tiempo, hubo barcos españoles con estas piezas en puertos franceses durante años e, incluso, se entregaron algunos de ellos a nuestros vecinos.
El principal problema de las balas explosivas era su peligrosidad. Como había mucho riesgo de que explotaran antes de o durante el disparo, se usaban con cañones de velocidades bajas y, por tanto, se debía hacer el tiro por lo que se conoce como el segundo sector, es decir, por encima de los 45º, con el objeto de que el proyectil dibujase una parábola antes de impactar al blanco. Además, su menor peso las hacía demasiado ligeras para cubrir los alcances buscados y, sobre todo, para hacerlo con precisión, especialmente, en un ambiente que solía ser ventoso. Para instalaciones terrestres, esto no suponía problemas, pero, en la mar, desde plataformas inestables y contra blancos móviles, para tener alguna oportunidad de hacer impacto, se hacía necesario que el tiro fuese tenso, es decir, disparado a alta velocidad.
Es incuestionable que las ideas de Paixhans bebían de las de Rovira, al adoptar la recámara como fuente del aligeramiento de la pieza y así aumentar el calibre; el uso de balas huecas rellenas de pólvora; y la espoleta (sistema de activación de la carga explosiva) de tiempos. Este último ingenio provocaba un retraso en la explosión de la bala, de tal forma, que primero se albergaba en el costado enemigo y, una vez dentro, donde podía causar mucho más daño, explotaba.
Paixhans hizo sus primeras pruebas en 1824, las piezas fueron probadas durante la década siguiente y se adoptaron de forma generalizada a partir de 1840. Para entonces, los avances en metalurgia también contribuyeron a disminuir los accidentes, produciéndose bocas de fuego y proyectiles de alta resistencia. Quizás el detalle que permitió la seguridad de los cañones bomberos de Paixhans fuera la llave de fuego de chispa, implementada por los ingleses en 1790 y por los franceses en 1800. La poca fiabilidad de la velocidad de quemado de las mechas suponía que, con relativa frecuencia, la granada explotase dentro del cañón, al consumirse la mecha antes de tiempo. Al encender la mecha con el propio disparo, este peligro quedaba eliminado.
Aunque se usaron con anterioridad, fue en el combate de Sinope, en 1853, donde quedó patente la revolución que estas nuevas piezas suponían. A mediados del siglo XIX, el imperio otomano estaba en crisis, con los países balcánicos y árabes en busca de su independencia. Gran Bretaña, Rusia y Francia pretendían aprovecharse de esta situación y el mar Negro terminó convirtiéndose en una de las zonas más conflictivas del mundo. La Guerra de Crimea enfrentó a Rusia con el imperio otomano, Gran Bretaña y Francia, ya que estas dos consideraban que los movimientos rusos podían hacer peligrar sus intereses.
El 30 de noviembre de 1853, una escuadra rusa de seis buques de línea armados con cañones bomberos entró en el puerto de Sinope, donde se encontraba una flota turca de seis fragatas de vela y dos de vapor, junto a otras embarcaciones menores, protegida por las baterías de costa, armados todos con piezas de bala sólida. Tras cuatro horas de combate, la batalla concluyó con la destrucción total de los doce barcos otomanos, de la que solo se salvó, huyendo de los barcos de vela, el vapor Taif. Por el contrario, los rusos apenas tuvieron daños; varios navíos tuvieron que ser remolcados por daños en el aparejo, pero sus cascos permanecieron intactos a pesar de recibir hasta sesenta impactos.
El uso de granadas explosivas por parte de la flota rusa se demostró crucial, destrozando por completo barcos enemigos mientras los propios, recibiendo balas sólidas, aguantaron sin grandes problemas. La artillería naval había cambiado para siempre.
La retrocarga
Otras mejoras muy significativas que sufrió la artillería de los barcos durante el siglo XIX fueron la retrocarga y el rayado del ánima, acompañado este último de proyectiles cilíndricos en sustitución de los esféricos. El rayado del ánima (interior del tubo o caña del cañón), imprimía un giro al proyectil que, junto a su forma cilíndrica, mejoró considerablemente la precisión. El alcance también se vió aumentado, tanto por el rayado del ánima como por la mayor longitud de los cañones. Además, los proyectiles alargados permitían portar mayor carga explosiva a igual calibre. Estos nuevos disparos hicieron que se abandonara la clasificación por peso, ya que este podía variar con la longitud y composición del proyectil, adoptándose la clasificación por calibres que aún se usa. El sistema de retrocarga, de manera bastante intuitiva, aumenta la cadencia de disparo al simplificar el proceso de carga.
Durante su desarrollo inicial, los cañones de retrocarga tuvieron muchos problemas relacionados con la velocidad inicial del proyectil (la obtenida en el momento de abandonar la boca), ya que los cierres deficientes obligaban a usar cargas con escasa energía, resultando en alcances muy pobres y casi ninguna capacidad de penetración. Por otro lado, los mayores alcances obtenidos con las nuevas piezas no se aprovechaban por falta de un método de control de tiro. Hacer fuego a distancias por debajo de los 1000 metros era relativamente intuitivo, pero para alcances mayores, contra blancos móviles, se tornaba complicado hacer blanco.
Accidentes de gravedad, como los del HMS Thunderer o el italiano Diulio, dejaron patente la escasa seguridad de los nuevos diseños, pero, a pesar de ello, las distintas marinas, conscientes de sus ventajas, siguieron desarrollando esta tecnología, generalizándose alrededor de 1875. Los británicos fueron de los que más aguantaron con cañones de avancarga, al igual que los estadounidenses con sus Dahlgren. Uno de los elementos que inclinó la balanza fueron las nuevas pólvoras sin humo, desarrolladas a partir de 1887, que requirieron piezas más largas, haciendo impracticable la carga por la boca. Las longitudes de las cañas, medidas en calibres, rondaban los trece en 1865, cuando se empezó a usar la pólvora de combustión lenta. Este propelente, en lugar de causar una rápida explosión que hacía que el proyectil perdiera velocidad en su paso a través del ánima, se consumía de forma más paulatina, impulsando el disparo durante más tiempo. Así es como las cañas alcanzaron los veinte calibres y, ya en la última década del siglo, con la pólvora sin humo, de combustión aún más lenta, los cuarenta calibres.
Los cañones de avancarga, con el alargamiento de las cañas, no se podían cargar desde dentro de las torres o barbetas, por lo que se abatían sobre la cubierta, donde se situaba la maquinaria para ello. Los montajes de retrocarga permitieron realizar esta tarea desde el interior de la torre o barbeta, pero el sistema seguía siendo arcaico, necesitando, en este caso, que la pieza apuntara con un determinado ángulo hacia arriba, y en una posición fija, para que la maquinaria auxiliar pudiera cargar el siguiente disparo. Los sistemas de carga eran tan lentos que llegaban a pasar más de diez minutos entre disparos. A partir de 1890, se empezaron a diseñar piezas que se podían cargar en distintas posiciones de elevación y orientación, reduciéndose estos tiempos a cinco minutos, a lo que ayudó el hecho de que las pólvoras sin humo no requirieran limpiar los residuos tras cada disparo.
Ánimas rayadas
El cañón de ánima rayada se puede atribuir al italiano Cavalli, que en 1846 mandó fabricar en Suecia un cañón con surcos helicoidales en el interior de la caña, de tal forma que la mayoría de las fuerzas desviantes que provocaban la falta de precisión quedaban eliminadas por el giro del proyectil. En 1854 quedó demostrada la supremacía del cañón de ánima rayada al obtener alcances de unos 5000 m frente a unos pocos cientos de metros con las de ánima lisa. Armstrong en Gran Bretaña y Wahrendorff en Prusia construyeron más modelos y, poco después, se convirtieron en norma a bordo de los barcos de guerra.
Reductos, torres y barbetas
Además de las piezas en sí mismas, la forma de emplearlas fue evolucionando, dando lugar al reducto central. Los primeros barcos blindados, como veremos, seguían portando sus baterías en uno y otro costado y, a pesar de los nuevos cañones, del blindaje y de la propulsión a vapor eran, esencialmente, navíos de línea más potentes, más rápidos y más resistentes.
En 1860, Cowper Coles sugirió en Londres un barco con la borda baja y el armamento montado en torres giratorias en el puente, permitiendo abrir fuego en cualquier dirección. Ericsson construyó el Monitor para la marina federal estadounidense en 1863. El problema era que la arboladura impediría disparar por muchos sectores mientras que los pesos de las piezas, al ser situados tan arriba, afectarían de forma muy negativa a la estabilidad. La baja borda de los barcos propuestos por Cole, para compensar la falta de estabilidad, los hicieron barcos de muy malas condiciones marineras. Sin embargo, la propuesta es meritoria por adelantarse varias décadas al acorazado como se conoció en la Primera Guerra Mundial. A pesar de botarse algunos barcos siguiendo esta línea de pensamiento (Prince Albert o Royal Sovereign), en 1863 se hizo una adaptación más realista consistente en adoptar el reducto central. Los barcos con torres, al estilo del Monitor estadounidense, quedaron relegados para tareas costeras, ya que las bordas bajas para asegurar la estabilidad, los espacios limitados para la planta propulsora y las reducidas dimensiones limitaban mucho su autonomía. Coles pagó caro su atrevimiento, pues murió en el naufragio del HMS Captain, el navío acorazado diseñado siguiendo sus premisas, cuya baja cubierta y alta arboladura lo hicieron irse al fondo en un temporal cerca de Finisterre.
El reducto central consistía en acumular pocos cañones de gran calibre en la parte central del barco. Se seguían manteniendo piezas en las dos bandas, pero con una potencia de fuego mucho mayor por pieza y con sectores de fuego de hasta 90º cada una. Esto permitía blindar solo la parte central del casco —aproximadamente, un tercio—, reduciendo considerablemente el desplazamiento y, por ende, aumentando la velocidad. Además, por supuesto, del consiguiente ahorro económico. Al reducirse el número de piezas que se podían embarcar y, a pesar de que los calibres ya alcanzaron los 274 milímetros, se llegaron a construir dos baterías superpuestas dentro del reducto.
La introducción de la propulsión a vapor, que veremos en el último apartado, supuso que la línea de combate se abandonase en favor de las dos columnas, perdiendo importancia los costados y ganándola la proa y la popa, con la que el reducto central, con piezas capaces de cubrir mayores sectores, se adaptaba bien a esta novedad. Algunos barcos mantuvieron piezas a proa y popa protegidas por casamatas, para las cazas y retiradas. Otros hicieron sobresalir el reducto por fuera del casco, para permitir que las piezas allí contenidas pudieran apuntar hacia delante y hacia atrás.
El primer barco oceánico con torres de artillería, es decir, con piezas montadas en plataformas giratorias que le permitían disparar en todas direcciones, fue el HMS Monarch, de 8300 toneladas, con piezas de 305 mm. El desarrollo de la artillería que dio lugar a piezas de tan grandes, permitía reducir el número de cañones, al obtener la misma o más potencia de fuego con menos piezas de gran calibre. Las cuatro piezas del Monarch eran capaces de lanzar una granada de 272 kg a 6400 m cada minuto. Se cargaban por la boca, con el cañón en depresión. Las dos torres iban situadas entre el trinquete y el mayor y, por encima de ellas, se alzaba el puente, por donde también se podía mover la marinería para el manejo del velamen ya que el barco, aunque contaba con motor, estaba arbolado con aparejo de fragata. El Monarch tenía los palos y velas muy similares a los de un navío de línea, añadiendo una cangreja en trinquete y mayor. Para no impedir los sectores de tiro de las torres, el mayor estaba bastante más a popa de lo que era habitual. Para complementar el armamento principal, el Monarch tenía tres piezas de 178 mm.
El paso posterior a las torres fue instalarlas, en lugar de en torres cerradas en el centro del barco, en barbetas, es decir, recintos sobre la cubierta que protegían los sistemas asociados al cañón, pero no a este ni a sus operadores. Posteriormente, esta desventaja se paliaría con los parapetos protectores que darían pie a los montajes dobles, triples y cuádruples y que veríamos después en los acorazados. El HMS Collingwood fue el primer barco con artillería en barbetas. La barbeta propiamente dicha era el cilindro protector dentro del que iba el cañón y su maquinaria. Encima, para proteger el arma en sí, inicialmente no hubo nada, pues al ser los tiros muy tensos, apenas era necesario.
Con el advenimiento de los grandes alcances y las trayectorias parabólicas, se hizo necesario dar protección para los disparos que podían venir con ángulo, adoptándose las corazas en forma de capota, de cúpula y de mantelete, que son las que han llegado a nuestros días. La diferencia fundamental era que la torre clásica giraba entera sobre la cubierta, mientras que en la barbeta, solo giraban la coraza superior y la pieza, con la maquinaria auxiliar y munición protegidas mediante una coraza estacionaria que podía bajar hasta el pañol. Esta coraza era incluso superior a la del resto del barco, reduciendo su espesor a medida que bajaba y quedaba, a su vez, protegida por la cintura acorazada. Las torres de barbeta, originalmente circulares, evolucionaron para adaptar una forma oblonga, pues se necesitaba más espacio en sentido longitudinal para permitir los sistemas de carga y el retroceso, y así se reducía el blanco ofrecido. También pasaron a ser «equilibradas», llevando el centro de gravedad de las partes móviles —que no coincidía con el geométrico— a coincidir con el eje de rotación, minimizando los efectos de escora sobre el barco y resultando más fáciles de manejar.
El vapor de la máquina también se empezó a usar para accionar las pesadas piezas de artillería y todos sus accesorios, pues había que hacer girar el cañón, su plataforma y los elementos asociados como la propia barbeta. En 1870, los cañones ingleses Armstrong comenzaron a ser accionados por energía hidráulica, logrando un movimiento más suave y exacto que a vapor y amortiguando los enormes retrocesos de las grandes piezas. En 1894, el acorazado ruso Petrovavlovsk fue el primero en usar la energía eléctrica para estas mismas tareas.
Munición perforante
Cerca del final del siglo, en 1894, la munición sufrió otro cambio revolucionario. El avance de los blindajes, que trataremos en el siguiente apartado, había rendido casi inútiles los cañones, incluso los de mayor calibre. A pesar de que los disparos pasaron de ser de hierro fundido a hierro forjado y posteriormente a acero y acero cementado, durante varias décadas, en la eterna pugna entre el escudo y la espada, fue aquel el que llevó la delantera. Precisamente, la resistencia de estos materiales tenía parte de la culpa, pues no se fragmentaban, pero se deformaban perdiendo su energía cinética.
Para solucionar este problema, el almirante ruso Makarov propuso la cofia perforante, una puntera de hierro o acero dulce que se clavaba en el blindaje. La espoleta de retardo hacía explotar la carga una vez el proyectil ya había penetrado, causando daños que, hasta entonces, se habían convertido en impensables. De la mano de este desarrollo, se afianzaron las espoletas en las culatas, las cofias troncocónicas y los proyectiles con forma de cilindro-ojiva.
También a finales de siglo se sustituye la pólvora negra que contenían las cargas explosivas de los proyectiles por altos explosivos.
No podemos dejar de mencionar que es en este siglo, también, en el que se desarrolla el estudio científico de los fenómenos que afectan al movimiento del proyectil dentro y fuera del cañón, conocidos, respectivamente, como balística interior y balística exterior. Derivado de la primera, apareció el aro de forzamiento, un anillo, generalmente de cobre, que ayuda al proyectil a girar siguiendo el rayado del ánima. También se implantó la faja de centrado cerca del culote, asegurando que el disparo quedaba perfectamente alineado con el tubo. En base a la balística exterior se diseñaron mejores formas para los proyectiles, se perfeccionaron sus materiales y se establecieron espesores más idóneos.
Barcos de hierro
«Nada es tan difícil que no pueda conseguir la fortaleza»
— Julio César —
Ya hemos adelantado muchas de las cosas que veremos ahora, pero creo que los avances que vamos a ver nacen derivados de los que hemos tratado en el apartado anterior. Sinope demostró la superioridad de la bala explosiva, pero también la ineficacia de las corazas existentes. La necesidad de hacer los barcos resistentes a las nuevas armas llevó a los refuerzos y, posteriormente, la construcción en hierro y acero, pero era imposible acorazar todo un navío de línea con sus dos o tres baterías, por lo que los barcos fueron perdiendo altura. El avance de la artillería hizo que la eliminación de piezas no supusiera una merma de la potencia de fuego; más bien, lo contrario.
En 1822, se botó el vapor comercial Aaron Manby con un casco recubierto de hierro. En 1832, el mercante británico de casco de hierro Alburkah fue el primero en cruzar un océano. Seis años después, en el mismo país, se botaba el transatlántico de hierro Great Britain y al año siguiente apareció el primer barco de guerra de hierro, el Nemesis de la Compañía de las Indias Orientales.
Sin embargo, por sorprendente que parezca, el hierro tiene el grave problema de quebrarse al impacto de los disparos, por lo que fue rechazado durante muchos años para los barcos de guerra. Fue la aplastante demostración de Sinope la que hizo incontestable la necesidad de blindaje.
Las baterías flotantes Dévastation, Lave y Tonnante están consideradas los primeros navíos acorazados del mundo. Las tres baterías francesas tenían forma rectangular y debían ser remolcadas hasta su posición de combate. Protegidas por 43 cm de madera y otros 10 cm de hierro, rindieron los fuertes rusos en Kinburn, en la desembocadura del Dniéper, en 1855. Tan solo dos años después de Sinope, la lección estaba aprendida y las marinas de todo el mundo ya no mirarían atrás: la época del barco de guerra de madera se había acabado.
En línea con las lecciones aprendidas en Kinburn y con el objeto de superar tecnológicamente a la Royal Navy, la marina francesa botó en 1859 la Gloire, primer barco acorazado construido expresamente como tal, bajo el auspicio de Napoleón III y el diseño de Dupuy de Lôme, que ya había defendido la propulsión con hélice años antes. Aparejada de fragata y propulsada también por vapor, la Gloire tenía un cinturón de 11 cm de hierro alrededor de todo el barco y desde la cubierta principal hasta debajo de la flotación. Poco después se botaba la Couronne, con casco integralmente de hierro, a diferencia de la Gloire y sus hermanas, que tenían un núcleo de madera protegido por el metal. Al otro lado del Canal de la Mancha no tardaron en contestar con el HMS Warrior (1860), que mejoraba al francés al escorar menos y ser plenamente oceánico. Contaba con blindaje extra en los cañones y la maquinaria, compartimentos estancos y doble fondo. La estanqueidad interior tiene mucha más importancia de la que pueda parecer, al permitir aislar pequeños compartimentos del barco en el caso de verse inundados, salvando el resto de la nave. Hoy en día, es una de las claves en la construcción naval, especialmente, en barcos de guerra. Los dobles fondos daban algo de protección frente a armas submarinas. Además, el Warrior, construido completamente en hierro, no solo disminuía las posibilidades de incendio, sino que se demostró considerablemente más rápido que la Gloire, marcando el camino que debería seguir la construcción naval a partir de ese momento.
Los navíos blindados se generalizaron hasta el punto de que tan solo un año después, en 1861, entre Francia y Gran Bretaña sumaban 28 en construcción o servicio. Estos últimos suspendieron la construcción de todo barco de madera.
Durante los primeros años de su existencia, el blindaje se impuso claramente a la artillería contemporánea: un proyectil de 40 libras, a la absurdamente corta distancia de doce metros, apenas marcaba las planchas de 100 mm, mientras que proyectiles de 80 libras solo penetraban 60 mm. El miedo a que la artillería no fuera suficiente para derrotar a un buque blindado enemigo hizo aparecer los espolones, olvidados desde las galeras mediterráneas. La efectividad de estos ingenios se demostró cuando el CSS Manassas, de los confederados norteamericanos, embistió en 1861 al Richmond que, si bien no se hundió, quedó seriamente dañado. Pero después de eso, fueron muchos más útiles en hundir a barcos amigos durante ejercicios o maniobras que al enemigo en combate.
Los confederados construyeron el primer barco de guerra sin aparejo, el Virginia, con 50 mm de hierro como protección sobre la base de un casco de madera de una fragata de vapor. Su armamento era un espolón y seis cañones de 230 mm. La respuesta del Norte fue el Monitor, construido por el sueco Ericsson completamente en hierro, con una única torre central con dos cañones de 279 mm. El Virginia y el Monitor protagonizaron, en Hampton Roads (1862), la primera batalla entre barcos acorazados de la historia. El resultado es un buen reflejo de la época que estamos viendo pues, tras horas cañoneándose, apenas lograron hacerse daño. La tecnología aún estaba inmadura y, por el momento, la coraza le ganaba la batalla a la artillería. En Mobile, en 1864, se dio un evento similar: el CSS Tennessee, solo y rodeado de buques del Norte, fue cañoneado incesantemente con el resultado de un único proyectil penetrando sus defensas. Los confederados solo se rindieron tras agotar la munición.
Del hierro al acero
En 1878 tuvo lugar un nuevo hito, con la botadura del francés Redoutable, el primer barco de guerra con casco de acero. Utilizando el método Siemens, los franceses fueron capaces de usar acero, con una mayor resistencia estructural y menos peso, en la mayor parte del casco, aunque las planchas de dicho metal todavía tenían algunos inconvenientes y la parte inferior del casco se hizo de hierro. La disminución de peso permitió incluir una protección horizontal —hasta entonces, solo se blindaban los costados, pero no había defensa contra los proyectiles que, con cierto ángulo, impactaban sobre la cubierta—, construyéndose un puente acorazado encima del reducto. La construcción en hierro, desde 1854, se había venido haciendo mediante planchas forjadas con martinete o, para las de menos espesor, laminadas. En caso de espesores superiores a los 350 mm, su utilizaba la técnica conocida como sándwich, alternando planchas de blindaje con madera. Desde 1876 y hasta 1890, con la aparición del acero dulce, se empleó la plancha compuesta, formada por hierro en la parte interior y acero en la exterior, para dar resistencia y tenacidad. A partir de 1890, se generalizaron los blindajes de acero al níquel, al tungsteno y al cobre, mejorados posteriormente con las técnicas de templado y cementación.
La cementación, aplicada en Gran Bretaña a partir de 1891 y conocida por el nombre de su inventor, Harvey, consistía en hacer más dura la parte exterior del blindaje e ir reduciendo progresivamente la resistencia. Así, se conseguía disminuir bruscamente la energía (la mitad del producto de su masa por el cuadrado de su velocidad) del proyectil. Disminuyendo la velocidad al deformar el proyectil en el momento del impacto, se lograban protecciones muy superiores. Este sistema se extendió posteriormente a otras marinas, que usaron otros sistemas como someter la cara exterior del blindaje a un chorro de gas de alumbrado. El carbono del gas era absorbido por el acero, endureciéndolo. En 1895, la firma alemana Krupp comenzó a aplicar el endurecimiento decreciente, que lograba un 30% más de resistencia y se generalizó en todas las marinas. A partir de 1900, se esperaba que una plancha Krupp aguantase un impacto de un proyectil del calibre de su espesor disparado a la distancia esperada de combate, que rondaba los 6000 metros.
En cuanto a la distribución del blindaje, los primeros sistemas protectores consistieron en una cintura completa acorazada, a la que se añadía la batería (lateral). Así, un anillo protegía el barco en toda su eslora por ambos costados y esta protección se hacía más alta en la parte central para proteger la artillería. El siguiente paso fue la cintura y el reducto, que ya vimos en el epígrafe anterior. El reducto concentraba las piezas en una parte más reducida de la eslora, permitiendo disminuir la cantidad de coraza en altura. Además de reducir el peso, esto dio pie a que el reducto se blindara no solo por los costados, sino también por la proa y la popa, adaptándose a los nuevos combates que ya no eran, necesariamente, en línea. Tras el reducto aparecieron las torres acorazadas, manteniéndose una protección general en la cintura y estando cada pieza —o conjunto de estas agrupada en una torre— protegida por el blindaje de la torre. Mientras la distribución del blindaje mejoraba, el espesor de las planchas no hacía más que crecer, buscando protección ante los avances de la artillería. Frente a los 114 mm del Warrior, el Alexandra, solo quince años después, tenía un blindaje de 300 mm.
Los avances artilleros requirieron una mejora de las corazas, pero estas ya monopolizaban un porcentaje importante del desplazamiento del barco y llegó un momento en el que no se pudo aumentar. La solución adoptada difirió según en qué marinas. Por un lado, británicos e italianos priorizaron el reducto central, limitando la cintura tan solo a espacios de máquinas en la conocida como cintura parcial. Por su parte, franceses, rusos y estadounidenses dieron prioridad a la cintura acorazada, reemplazando el reducto por corazas aisladas para las piezas y su maquinaria auxiliar.
Máquinas
« A ningún hombre debe obligársele a hacer el trabajo que puede hacer una máquina.»
— Henry Ford —
Vamos a por la tercera de las grandes revoluciones de la ingeniería naval en el siglo XIX. El desarrollo de las máquinas de vapor para propulsar buques tuvo una relación menos directa con los otros dos campos, que se retroalimentaban buscando superarse el uno al otro, pero es innegable que, sin los avances en la propulsión, los nuevos y pesados buques acorazados armados con enormes —y pesados— cañones no habrían sido más que fuertes costeros. Flotantes, pero estacionarios.
La máquina de vapor apareció de la mano de James Watt en 1769 y no era más que lógico que la piedra angular de la Revolución Industrial se intentara aplicar al transporte marítimo. Los barcos de vela rara vez podían ceñir a menos de seis cuartas (67,5º), lo que hacía que, de facto, más de un tercio de los rumbos les estuvieran vetados, obligando a hacer bordos a un lado y otro del viento o a dar grandes rodeos para llegar a su destino. Tampoco podemos olvidar que depender por completo del viento era inherentemente peligroso, cuestión que se reflejaba en el miedo que los marinos le tenían a tener una masa sólida a sotavento: si no eran capaces de remontar el viento se verían abocados a varar en tierra.
En 1807, Robert Fulton diseñó el primer barco comercial propulsado a vapor: el Clermont, que se inauguró navegando por el Hudson de Nueva York a Albany. Un año después, el Phoenix del coronel John Stevens realizaba la primera travesía por mar abierto. En 1815, Fulton construyó el primer buque de guerra a vapor, que contaba con una rueda de paletas central. A la muerte del inventor, la marina estadounidense lo bautizaría con su nombre. En 1818, el Savannah cruzó el Atlántico utilizando alternativamente la vela y su máquina de vapor para mover dos ruedas laterales.
Antes de estos triunfos, hubo multitud de intentos menos exitosos. Ya en 1802, el Charlotte Dundas, un pequeño barco con una rueda de paletas a popa diseñado por Symington y Hart, fue capaz de remolcar dos barcazas de carbón a lo largo de 71 km en el canal escocés de Forth y Clyde, empleando seis horas en el trayecto; pero, asustados por las consecuencias que la estela del barco pudiera causar en el canal, fue retirado del servicio. Intentos infructuosos o parcialmente exitosos anteriores incluían los de los franceses d’Auxiron, Perier o Jouffroy, varios de ellos demostrados en el Sena. El americano John Fitch construyó el Experiment que, si bien resultó funcional, generó perdidas y fue desguazado. Tan pronto como 1787, James Rumsey diseñó un barco propulsado a chorro que llegó a funcionar, pero que fue descartado posteriormente por causas desconocidas.
A pesar de las evidentes ventajas, como todo nuevo diseño, los primeros barcos de vapor tuvieron graves inconvenientes. Las primitivas máquinas de vapor eran muy poco eficientes, consumiendo muchísimo carbón y limitando la autonomía de los barcos a navegaciones costeras en las que, además, requerían de puertos donde poder rellenar sus depósitos. El peso de las primeras máquinas también era muy elevado para la construcción naval de la época, requiriendo barcos expresamente construidos para portarlas, y el volumen que ocupaban restaba espacio en barcos que ya estaban muy constreñidos. También hay que tener en cuenta que la escora y los balances hacían salir las paletas del agua, disminuyendo el empuje. Por último, las primeras máquinas de vapor se averiaban mucho, descartando la posibilidad de usarlas como único medio de propulsión, y eran propensas a grandes explosiones que, combinadas con la pólvora de la munición, resultaban del todo catastróficas.
Por otro lado, los barcos de guerra tenían un problema particular para emplear la propulsión a vapor y es que el primer medio propulsor fueron las hélices de ruedas. De gran tamaño, restaban espacio a la artillería y, además, eran muy vulnerables a los ataques enemigos. Por eso, hasta la aparición de la hélice, los barcos de guerra oceánicos propulsados por vapor no cobraron protagonismo. Los que se habían construido de rueda vieron poca acción y con resultados nada espectaculares.
En el año 1836, de forma independiente, Francis Smith y John Ericsson patentaron las primeras hélices. Curiosamente, Smith había diseñado un tornillo sin fin de Arquímedes con dos espirales que se rompió durante las pruebas y el barco dio más velocidad tras la avería. Veinte años antes, Samuel Owen había demostrado la viabilidad de las hélices en la corbeta sueca Stockholmhaxan. En 1839, el Archimedes, de 240 toneladas, hizo un periplo por las Islas Británicas y llegó hasta Oporto. En 1843, el USS Princeton se convirtió en el primer barco de guerra en ser propulsado por hélice. Ese mismo año, la Royal Navy, recelosa de su poderío naval, encargó un barco de hélice, el que sería el HMS Rattler. En 1851, el HMS Ajax fue el primer navío de línea acorazado transformado para tener hélice y los franceses construyeron en el mismo año el Napoleón, el primero en ser diseñado ya con el nuevo propulsor. Con la proliferación del nuevo sistema, la hélice comenzó a demostrar su superioridad, ejemplificada en la travesía del Atlántico del City of Paris en 1867, batiendo el récord que hasta entonces ostentaba el vapor de ruedas Scotia. A partir de 1870, se extendieron los barcos con dos hélices, y antes del cambio de siglo aparecieron los primeros de tres hélices, llegándose posteriormente a las cuatro.
Otros hitos de importancia fueron los primeros barcos de guerra —de tamaño reducido— en depender por completo del vapor, que aparecieron en la década de 1860, mientras que el primer barco de guerra (excluyendo pequeñas embarcaciones y monitores costeros) sin mástiles fue el HMS Devastation en 1871. Muchas marinas y, en especial, la británica, que tenía intereses en todo el mundo, fueron reticentes a abandonar la propulsión a vela, que les permitía llegar a los teatros de operaciones con el máximo combustible, pero los inconvenientes que el aparejo suponía para la artillería terminaron por hacerla desaparecer alrededor de la década de 1870.
Hay que recordar que en Sinope, solo los barcos rusos propulsados por vapor (y otros remolcados por estos) pudieron entrar en la bahía para bombardear a los otomanos y, de estos, el único que logró escapar lo hizo valiéndose de su propulsión a vapor.
Comparando los barcos de esta época con los navíos de línea quedan claras las ventajas. El HMS Warrior que, en 1860, era todavía uno de los primeros barcos de guerra en moverse a vapor, fue capaz de desplazar sus más de 9000 toneladas a 13 nudos con su máquina de 1250 caballos, una velocidad que en la época de la vela solo alcanzaron los navíos más marineros y en condiciones muy favorables.
La máquina de vapor de varios cilindros apareció en 1853 de la mano de John Elder y Charles Randolph. Originalmente, el vapor empujaba un pistón hacia arriba y hacia abajo en un único cilindro. En las máquinas compound, este mismo vapor, tras accionar el primer pistón, pasaba a un segundo cilindro de baja presión (mayor diámetro) donde la energía remanente accionaba un segundo pistón. Así se ahorraba combustible y se aumentaba la eficiencia de la máquina. Dos décadas después, en 1871, Benjamin Norman patentó la máquina de triple expansión, utilizando el mismo concepto con un cilindro de alta, uno de media y otro de baja expansión. Para alimentar este ingenio hubo que esperar a que la presión que podían proporcionar las calderas aumentara, ya que si no, el vapor no llegaba con suficiente presión al último cilindro. En 1881, las máquinas del Aberdeen, dando cerca de 9 kg/cm2, alimentaron un sistema de este tipo y solo diez años después, con las calderas proporcionando presiones de 15 kg/cm2, aparecieron las máquinas de cuádruple expansión.
En 1880, la aparición de la turbina supuso un salto cualitativo de gran importancia en las máquinas. El inglés Parsons y el sueco Laval fueron sus primeros desarrolladores. La turbina consiste en dirigir el vapor de agua generado mediante la quema de carbón (y otros combustibles, hoy en día) por unas toberas hasta la turbina propiamente dicha, donde unos álabes o paletas hacen girar la turbina y su eje. Para aprovechamiento en la propulsión naval, la turbina requiere de una caja de engranajes que transforme la alta velocidad de giro de esta por la baja velocidad que requieren las hélices.
La irrupción en escena de la turbina fue casi teatral: en la parada naval de 1897 con motivo del cincuenta aniversario del reinado de la reina Victoria, una pequeña lancha de vapor bautizada Turbinia se dedicó a pasearse entre los grandes navíos a la impresionante velocidad de 34,5 nudos. Una vez superadas las reticencias que provocaron esta puesta de largo tan poca ortodoxa, la Royal Navy supo valorar las capacidades del nuevo ingenio y el destructor HMS Viper, botado en 1899, fue el primer barco de guerra propulsado por turbinas. Llegó a alcanzar los 35,6 nudos.
Curiosamente, a pesar de los grandes avances, a finales del siglo XIX, la propulsión a vapor estaba llegando a su fin por la aparición de un nuevo competidor: el diésel, primero en calderas y, ya en el nuevo siglo, en motores.
Y hasta aquí los barcos de guerra del siglo XIX. Ya hemos sentado las bases de lo que sería el acorazado y los más expertos seguro que han empezado a reconocer muchas de sus características. En el próximo artículo, los veremos en detalle. Ojo, porque no solo fueron avances tecnológicos los que permitieron la aparición, por fin, de un nuevo señor de los mares. No olvides suscribirte para ser el primero en leer el próximo artículo. Y, por supuesto, no te vayas sin conocer la razón de ser de esta web.
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Referencias:
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Estimado Fede: Me ha encantado el desarrollo que haces de la evolución de los buques de guerra en este periodo, esencial para lo que habría de venir. Únicamente he echado en falta una referencia a dicha evolución dentro de la Armada Española en esta época, que dado que no se menciona, supongo que sería muy precaria en comparación con la de los países que protagonizan los avances de los buques, pero me hubiera gustado leerlo para hacer paralelismos y entender algunos desastres navales que tuvimos, sobre todo en 1898...
Interesantisima esta segunda parte. Meticuloso recorrido por el desarrollo naval. Gran trabajo Fede. He recibido dos de tus tres libros. Me falta que llegue el primero. Cuando lo reciba comenzaré el periplo por las aventuras de Pablo, ya te contaré. Gracias por tu labor.