Para terminar con la serie de entradas en las que hemos estado presentando a los héroes (Bonifaz, Lauria, Menéndez, Córdova) cuyos nombres llevarán las futuras fragatas F-110, hoy hablaremos de Antonio Barceló. Contemporáneo de Luis de Córdova, aunque con orígenes muy distintos, el mallorquín se granjeó una gran reputación como marino y militar.
Las fragatas F-110 —o clase Bonifaz— serán escoltas oceánicos multipropósito que sustituirán a las veteranas clase Santa María. A medida que el proyecto avanza hemos ido conociendo algunas de sus características, como el sonar remolcable CAPTAS-4, que le dará unas soberbias capacidades antisubmarinas.
Como veremos, Barceló no fue un héroe al uso. Ni siquiera un marino al uso. Basó sus grandes logros en el uso de pequeñas embarcaciones, en lugar del habitual enfrentamiento entre grandes flotas que encumbró a otros grandes de su época como Córdova. Y procedía de un entorno humilde, no como los habituales nobles que copaban los más altos cargos de la marina de guerra de la época.
El corsario de Palma
Antonio Barceló y Pont de la Terra nació en Palma de Mallorca en 1717 en una familia humilde, aunque vivían una vida bastante cómoda para la época. Su padre había participado en la expedición para la toma de Cerdeña en el mismo año de su nacimiento y, a cambio, recibió una patente de corso real contra los barcos musulmanes que asolaban las Baleares, además de un contrato para hacer de correo entre Mallorca y Barcelona con su jabeque.
Nuestro protagonista empezó a acompañar a su padre desde muy pequeñito, hasta el punto de que, a la corta edad de dieciocho años, obtuvo el título de piloto y heredó el negocio familiar. Para entendernos, los pilotos eran lo que hoy llamaríamos marinos mercantes. Pero la patente real, en este caso, le permitía hacer su particular guerra contra los piratas berberiscos, enriqueciéndose siempre que reservara un quinto de lo ganado para el rey.
Solo tres años después, el joven Barceló llamó la atención de la corona. Puso en fuga a dos galeotas argelinas en defensa de los destacamentos militares que llevaba a bordo y, por sus méritos, recibió el empleo honorífico de alférez de fragata que, aunque no conllevaba sueldo (honorífico, aunque suene muy bien, suele significar que de «pasta» ni un duro), era todo un logro para un joven de raíces humildes como las suyas.
En los siguientes años siguió destacando al mando de su jabeque en aguas del Mediterráneo. Socorrió las islas con víveres cuando la cosecha era mala, repelió a los piratas, rescató a una monjita… Por lo de los víveres (1748) fue ascendido —sin ver un duro, otra vez— a teniente de fragata tras pedir los habitantes de la isla que se le recompensara por el hecho. Para entender la magnitud de la hazaña hay que valorar que no solo fue el único que consiguió llegar a Baleares, sino que fue el único en intentarlo. Los demás lo veían como una travesía imposible por las continuas tormentas.
Con su fama en aumento, Barceló comenzó a recibir más encargos reales, entre los que estuvo el mando de una flotilla de cuatro jabeques destinados a luchar contra los argelinos.
En 1753 consiguió el ascenso a teniente de navío tras recuperar una presa que había hecho una atrevida galeota argelina en la boca misma del puerto de Palma. El ascenso, una vez más, fue honorífico pero, tres años más tarde, valorando sus méritos, que incluyeron ese mismo año otro combate con dos galeotas moras, se le incorporó definitivamente al Cuerpo General de la Armada. Nuestro protagonista ya era, por fin, marino de guerra. Aunque con muchísima más experiencia que sus compañeros de empleo, sin duda.
Comodoro de jabeques
Desde aquí, la carrera del balear podría haber transcurrido por parajes muy distintos si, en consonancia con su empleo, hubiese embarcado en algún navío de línea o fragata para servir a las órdenes de comandantes de alta alcurnia, posiblemente más jóvenes que él y, casi con seguridad, menos duchos. Pero alguien debió de pensar con pragmatismo y Barceló siguió al mando de su jabeque y, posteriormente, de otros dos barcos de la misma clase bautizados Catalán y Cuervo Marino. Con ellos hizo más presas moras y, una vez más por sus incontestables méritos, fue ascendido a capitán de fragata.
En este empleo se le dio el mando de una flotilla de cuatro jabeques e, izando su insignia en el Garzota, hizo cuatro presas moras y, posteriormente, solo con su buque insignia, otra. Marinando los barcos con paisanos suyos de las islas, Barceló fue aumentando su flotilla hasta contar con siete buques, al mando de los cuales derrotó al afamado pirata Selim. A cambio, el de Palma se llevó un balazo en la mejilla.
En los años siguientes continuó al mando de los jabeques, luchando contra los piratas moros en el sur y levante de la Península con gran éxito. Hasta tal punto que el secretario de Marina mandó recopilar la información sobre sus logros, hallando que había apresado cerca de veinte barcos, liberado a mil prisioneros cristianos y hecho un número de prisioneros similar. Por sus méritos, fue ascendido a capitán de navío.
Comodoro… de verdad
En 1774 nuestro héroe pidió permiso para retirarse a su tierra por su salud y este le fue concedido pero, al año siguiente, fue ascendido a brigadier (uno de los primeros ya que, como vimos con Córdova, este empleo no existía poco antes), alcanzando el humilde marino el grado de oficial general. Toda una epopeya para su tiempo.
La llamada a filas de Barceló se debía a la próxima campaña contra Argel. Los piratas berberiscos seguían asolando nuestras costas y, mientras su base siguiera impune, no había nada que hacer contra ellos. Se reunió una gran fuerza que hacía confiar por completo en la victoria aunque —más sabe el diablo por viejo que por diablo— el balear no las tenía todas consigo. Pero sus avisos no fueron escuchados.
El desembarco fue un desastre. Cinco mil hombres quedaron atrapados en la playa, aparentemente sin forma de huir y cercados por una caballería que les doblaba en número. Cuando todos los daban por perdidos, Barceló se acercó a la playa con sus pequeñas embarcaciones de poco calado y bombardeó a los moros para permitir el repliegue cristiano.
En 1779, contra todo pronóstico (y contra la voluntad de los defensores de la pureza de sangre en los altos escalones del escalafón) fue ascendido a jefe de escuadra. Por una vez, parece que se premiaba la valía sin mirar la ascendencia o las conexiones en la corte. Al lobo de mar le dieron el mando de las unidades que bloqueaban Gibraltar.
Considerando que no contaba con la suficiente potencia de fuego, el balear, ni corto ni perezoso, diseñó un nuevo tipo de barco que demostraría ser todo un éxito. Montó cañones de gran calibre en pequeñas lanchas, de entre quince y veinte metros de largo. Muchos pensaban que las embarcaciones no aguantarían pero, al contrario, realizaron su labor con gran eficacia. Las cañoneras y bombarderas tenían la ventaja de ofrecer blancos extremadamente pequeños para los cañones enemigos, lo que las hacía prácticamente invulnerables. Sin embargo, operando en flotillas, eran capaces de desplegar una potencia de fuego nada desdeñable.
Quizás, si se hubiera confiado más en la hábil táctica de Barceló y no en los engendros diseñados por el francés d’Arçon, a la postre conocidos como baterías flotantes, la plaza se hubiera rendido. Pero los mandos de visión obcecada prefirieron confiar en las enormes fortalezas (tanto que no se podían mover por sí solas) que en las hábiles y maniobrables lanchas de Barceló… el burro grande, ande o no ande. Pues los cinco burros salieron ardiendo como cinco monigotes de las Fallas.
Pero alguien sí reconocía los méritos del balear y en 1783 obtuvo el empleo de teniente general. Dicen que el mismo hombre que el rey, dudando de su valía, había puesto para asegurarse de que era un almirante eficiente, recomendó su ascenso. Prácticamente lo más alto del escalafón militar para un humilde y casi analfabeto marinero de jabeques.
Se le concedió el mando de la flota que debía atacar Argel y, como no podía ser de otra manera, se llevó sus ingenios con él. Sus cañoneras asolaron la plaza, que ya no recuperaría su pujanza pirata. Y sin apenas bajas propias. Los defensores no eran capaces de acertar a las hábiles lanchas del almirante español. Sus logros hicieron que fuera llamado a la corte para que el rey le concediera el sueldo de teniente general de por vida.
Tras esta campaña, se volvió a retirar a Palma de donde ya solo salió para alistar una flota que debía atacar Tánger, campaña que finalmente se canceló.
Tenemos ante nosotros a uno de los grandes héroes españoles. Por mucho que les pese a sus detractores, que dijeron cosas como que «Barceló, aunque excelente corsario, no tiene, ni puede tener por su educación, las calidades de un general» (conde de Fernán-Núñez), al lobo del Mediterráneo hay que recordarlo como rezaba una copla andaluza:
Si el rey de España tuviera
cuatro como Barceló,
Gibraltar fuera de España
que de los ingleses no.
La Armada ya ha rendido homenaje a Antonio de Barceló con otros barcos, el último de ellos un patrullero que se dio de baja en 2009.
¿Qué te parece? Este es el último… ¿algún marino que España debería de haber homenajeado en esta serie de barcos?
¡Un saludo, dotación!
P.D.: he escrito un libro en el que cuento todos los secretos de la táctica naval moderna, porque de nada sirven las F110 sin no sabemos usarlas. Descúbrelo aquí.
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